Cine Argentino: Educación y dictaduras

Así como alguna vez ocurriera con esa magnífica película de equívoco mensaje que fuera “La Sociedad de los Poetas Muertos”, tomándola por buena en cuanto a su propuesta y mensaje -cuando era todo lo contrario-, se hace necesario clarificar algunos puntos acerca de cierto cine argentino calificado como ingenuo.

Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista / @FILOROCKER

Así como alguna vez ocurriera con esa magnífica película de equívoco mensaje que fuera “La Sociedad de los Poetas Muertos”, tomándola por buena en cuanto a su propuesta y mensaje -cuando era todo lo contrario-, se hace necesario clarificar algunos puntos acerca de cierto cine argentino calificado como ingenuo.

Estamos a poco más de medio siglo de una trilogía cinematográfica iniciada durante el Onganiato (1966 – 1970), y que culminara con las postrimerías de la presidencia de facto de Alejandro Lanusse (1971 – 1973). No es un dato menor. Como no lo es focalizar en estos filmes supuestamente superficiales. Recordemos que el filósofo Stanley Cavell reclamaba como válido reflexionar sobre aquellas producciones que no eran precisamente cine arte o cine de autor, sino acerca de las que tienen resonancia masiva y son más simples de comprender para el gran público. Asimismo la relevancia de estas realizaciones es que aún por sobre estas aparentes limitaciones se cumple la regla de Umberto Eco de ser verdaderas “metáforas epistemológicas” de su tiempo, evidenciando las concepciones vigentes al momento de su creación. De allí la importancia de que no pasen desapercibidas.

Hace pocos días, el canal Volver programó para su fin de semana una maratón con una trilogía que ya cumplió cincuenta años, enmarcada en un contexto educativo identificable con lo que conocimos como “escuela tradicional”. El terceto fílmico en cuestión era “El profesor hippie” (1969), “El profesor patagónico” (1970) y “El profesor tirabombas” (1972), las tres protagonizadas por el siempre sobrevalorado Luis Sandrini (1905 – 1980).

Un actor, Luis Sandrini, el protagonista, que rondaba los 70 años al momento del cierre de la saga. Y aquí se inician las debilidades de la producción, que tuviera a su cargo Héctor Olivera, junto a su pareja de entonces, Fernando Ayala, a cargo de la dirección. Abel Santa Cruz fue el guionista. Por esos años, parece, y esto va en tono irónico, se jubilaban a mayor edad en el Colegio Nacional. Lo propio parecía con la edad de los actores que encarnaban a alumnos de 17 años: la mayoría tenían más de 20 y algunos rondaban los 30. Y los padres eran muy mayores, de 60 años promedio, muy rígidos y machistas, con hijos todos muy chiquitos. Era la concepción de familia del momento. La versión oficial.

Quizás no ayudaran para nada el ridículo peluquín y la base y el colorete excesivos presentes en las tres realizaciones en el maquillaje del actor distraigan del núcleo argumental. Pero tampoco es el fondo de la cuestión. Sí lo fue la enorme confusión acerca de lo que era el hipismo. Creían que ser hippie consistía en ser un mugriento, usar pelo largo y vestirse de colorinche. Se les mezclaba el rock nacional con la música beat, el pop y la música progresiva. No había escalafón en la escuela pública. Eran todas designaciones a dedo, y parecía que con una sola catedrita vivían más que bien, como si todo sucediera en una Europa opulenta.

Pero poniendo la lupa en cuestiones de Ética Docente lo peor radicaba en la inapropiada distancia física del ya veterano “educador” con sus alumnas, especialmente con una, además menor de edad, a quien llega a decirle que le hace acordar a una noviecita que tuvo en el secundario. A la misma, no conforme con manosearla constantemente en rostro, cuello y orejas, la esconderá en su departamento, con la excusa de protegerla de su madrastra, con quien mantendrá una clandestina vida cotidiana, acompañándola al dormitorio, donde ya sentado en la misma cama aprovechará para meterle mano, con apariencia de escena paternal tierna y pura. Hoy en día, claro, absolutamente inaceptable. ¿Qué tiene que andar tocando a su alumna, viejo verde? Imposible empatizar con este anciano baboso. Por si algo faltaba, en una innecesaria coreografía para el acto de fin de curso, volverá a manosear a otra alumna, en sus partes. Y todo eso tan sólo en la primera de las tres películas.

Aunque lo harán figurar como una venganza del sistema educativo, era esperable que el ministerio decidiera trasladar a Tito Montesano (Luis Sandrini) de Buenos Aires a Esquel. Dejando su viaje en tren como gancho para la segunda película. Los alumnos que habían tenido un atisbo de realismo cuando sospecharon de sus intenciones con su alumna, finalmente desisten, se confunden y creen que el tipo es un héroe, y correrán a despedirlo a la estación, coreando una tonta cancioncita.

En la segunda, cuando lo mandan castigado a una escuelita en el sur del país, seguirá desubicándose con una joven maestra, hasta que la terminará reemplazando en el colegio primario, nadie entendiendo cómo ni con qué instrumento reglamentario para su acceso.

Para el cierre de la historia, la tercera parte ya había cambiado violentamente de contexto. Corría 1972, la autodenominada Revolución Argentina se caía a pedazos, y parecía un buen momento para ser explícitos y diferenciarse del régimen, de modo oportunista. De allí lo de “profesor tirabombas” y lo de encabezar una revuelta por la reapertura de la cantina escolar. Por suerte lo terminan jubilando.

Pero no todo el saldo es malo. Por sobre el desconocimiento de cuestiones básicas de la educación y el adecuado vínculo pedagógico, en el final Ayala busca dejar un mensaje de cierta resistencia a la represión y la censura.

Varios años después, ya en tiempos del sangriento Proceso de Reorganización Nacional, aparecería el changuito cañero Ramón Palito Ortega, auténtico propagandista de la dictadura. Un régimen que le pagó mal, si consideramos el desastre en el que lo dejaron hundirse luego de la millonaria contratación en dólares a la mega estrella Frank Sinatra. Ortega produjo y dirigió “Dos locos en el aire” (1976), en clara acción propagandística de la Fuerza Aérea. Luego vendría “Brigada en acción” (1977), una apología de la Policía Federal. Y cerraría lo propio con “Las locuras del profesor” (1979). Por si todo fuera poco, bastante irritante es recordar su canción “Andá y tirate al río”, escrita cuando ya empezaban a conocerse los trágicos “vuelos de la muerte” sobre el Río de la Plata: “Si no te gusta que la gente esté contenta. Si no te gusta ver feliz a los demás. Tirate al río en la parte más profunda, y después cuando te hundas si querés podés gritar”. Desafortunada por donde se la mire y la escuche. Aunque luego sería elegido gobernador de Tucumán. Los pueblos no se equivocan, dicen. O no tienen memoria.

El ejercicio agotador de dedicarle cinco horas a ver este material de Ayala y Olivera permite sacar conclusiones. La represión y la censura no permiten crecer. La falta de libertades de todo tipo oprime al arte y la creación y potencia la falta de evolución de todo tipo en la producción de objetos culturales. El mundo tenía, por esos años, un cine de compromiso y directores de un talento incomparable. Lo de “la edad de oro” del cine argentino fue una gran exageración, compatible con el autobombo de figuras que nunca hubieran podido tener una carrera internacional seria. Ni guionistas, ni directores ni intérpretes de exportación. Tan sólo algunas excepciones como Leonardo Favio y Pino Solanas confirmando esta regla. Por si esto fuera poco, sobre el mismo tema, contemporáneas a “los profesores” de Ayala y Olivera, en Reino Unido se filmaba “Melody” y en Estados Unidos “Jeremy”. Y mientras el soundtrack de la primera eran bellísimas canciones de los Bee Gees, en nuestro país se musicalizaba con Juan y Juan y con Silvestre. En el mundo ya iban por una segunda década de rock. Afortunadamente para todos nosotros, en Argentina ya estaban sonando Los Gatos, Almendra, Manal, Vox Dei y los albores de Sui Generis. Algo estaba empezando a cambiar.

El retorno y la consolidación de la democracia propiciarían un salto cualitativo en cuanto al arte y la cultura. Y aunque nunca faltarían la propaganda política ni los artistas “oficialistas” de cualquier signo ideológico, la libertad nos daría títulos fílmicos para una mejor antología. El mundo cambió y, afortunadamente, la escuela tradicional se murió. Educar es otra cosa. Y si no te enseña a vivir, como pedía Charly García, no sirve de gran cosa. Te llenaban de contenidos pero no sabías qué hacer con ellos, con currículas absurdas que no respondían a ninguna necesidad. “Nunca la escuela, siempre la vida”, cantaba Moris. Y de tan repetida la frase parece un clisé que se vacía de contenido. Y, sin embargo, es inconcebible pensar educación sin realidad.

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