El umbral de la deshonestidad

Cuando ciertos hechos de corrupción se mediatizan y llegan a oídos de la opinión pública, con sobrados motivos, la gente se escandaliza, se indigna y no puede contener su bronca e impotencia. Esta actitud no es inadecuada en sí misma, de hecho es esperable. Pero vale la pena reflexionar profundamente acerca del verdadero trasfondo de esta reacción ciudadana.

Por momentos, diera la sensación de que la corrupción como hecho puntual no es lo que molesta, sino el contexto general, algunos pormenores y, sobre todo, el modo burdo en el que se desarrollan estas canalladas.

La gente cree que los gobernantes, en general, son corruptos. Ya no caben dudas al respecto. Esta no es una mera suposición ya que lo afirman los estudios más serios sobre el tema. No solo ocurre así en este país, sino en casi todo el planeta, aunque con visibles matices bastante diferenciados.

El ciudadano de a pie intuye que el funcionario de turno, de cualquier jurisdicción y color político, se apropia de los recursos públicos en alguna medida. Supone que algunos roban ofreciendo favores a cambio de dinero, pero también cree que los otros, lo hacen con una disimulada eficacia adueñándose de “monedas” pero bajo una idéntica y equivalente actitud.

Ese individuo, alejado de la labor estatal, lo sospecha, pero en realidad no lo sabe con precisión. Algunas señales pueden darle más asidero a sus presunciones, pero no dejan de ser tales porque los elementos concretos que confirmarían su visión no están a mano, ni son contundentes.

A la política tradicional este asunto no le preocupa demasiado. Algunos personajes se ofenden por esa exagerada generalización, pero tampoco hacen demasiado para transparentar su propia gestión. Enojarse sirve de poco. En todo caso bien valdría intentar comprender en que se basan esas impresiones subjetivas de la sociedad, y eventualmente, actuar fuertemente sobre ellas, con acciones concretas y no con discursos vacíos.

Los dirigentes tampoco hacen mucho al respecto, pero ya no por desidia, negligencia o abulia, sino porque claramente precisan de esa “oscuridad” en la administración de los recursos públicos que les resulta vital y funcional para hacer política a diario financiándose con las arcas del Estado.

Es interesante analizar detenidamente ese fenómeno de naturalización yde segmentación de la corrupción. Es increíble como se ha deteriorado progresivamente el estándar moral de la gente, moviéndose en las últimas décadas, en la dirección indeseada y a una gran velocidad.

Solo parece intolerable aquella corrupción que resulta obscena, que demuestra su impudicia sin camuflaje alguno, que ofende a la sociedad por la ostensible impunidad y la falta de decoro de sus protagonistas. Pero es importante comprender que las causas de la corrupción pasan por otro lado. Los casos más escandalosos, son solo eso, una versión agravada de lo cotidiano y por eso tal vez fastidien tanto.

Lo preocupante es que la sociedad solo condena aquellos actos de corrupción desenfrenada y no a otros de menor cuantía. Cataloga como ladrones solo a los que detentan un gran prontuario y no al resto que, haciendo lo mismo, no han sido aun descubiertos, o que por su significación económica no parecen tan trascendentes.

Claro que las proporciones tienen relevancia, pero si alguien mata a una persona de una decena de puñaladas generando una enorme conmoción por el ensañamiento y por su crueldad, eso no convierte automáticamente al homicida que asesina con un solo golpe certero, en un ciudadano inocente.

La malicia debe ser cuestionada siempre y no solo cuando alcanza cierta envergadura. Un ladrón es alguien que se adueña de lo ajeno sin su consentimiento. Ese calificativo no puede depender de la cuantía de lo robado, ni de la espectacularidad del suceso, sino de su lineal accionar.

La sociedad moderna ha incorporado ciertas costumbres y se ha adaptado mansamente a ellas. Acepta lo inadmisible como si fuera un hábito correcto. La resignación y la sumisión siguen siendo pésimas aliadas y la política lo sabe, por eso se aprovecha de esta complicidad cívica sin piedad.

Todos estos hechos de corrupción son solo la punta del ovillo. Bienvenido este instante en el que muchos de esos casos se están conociendo con lujo de detalles, pero es importante ir hasta el fondo, ya no solo para descubrir a los verdaderos “jefes de la banda” y desenmascararlos, sino para empezar a desmontar la maquinaria que permite que esto suceda casi a diario.

Desarticular la corrupción no se consigue solo encarcelando a los más renombrados delincuentes. No desaparecerán de la escena este tipo de situaciones tan fácilmente. Mutarán, se reconvertirán, buscarán otros mecanismos, pero finalmente sobrevivirán y entonces vendrán nuevas generaciones de malhechores dispuestos a apoderarse de lo impropio.

Para ser eficaces en esta dura batalla contra la indecencia, se debe ir hasta el hueso. Primero es imprescindible comprender la dinámica del Estado, su arbitrariedad y los resquicios que eso genera. La causa originaria no está en el accionar aislado de un conjunto de delincuentes, sino en la existencia y supervivencia de un sistema perversamente inmoral que ha sido diseñado intencionalmente para facilitar estos instrumentos que resultan funcionales a la política en general y, especialmente, a sus intérpretes.

Claro que hay que hacer reformas para que esto no vuelva a ocurrir nunca más. Es demasiado evidente que no alcanza con arrestar a unos cuantos, ni mucho menos con horrorizarse frente a ciertos groseros ilícitos. Pero la sociedad también debe asumir su cuota de responsabilidad e intentar hacer su parte, encarar lo necesario y modificar su elemental matriz conceptual.

Si la gente considera que quedarse con “un poco” de dinero de los contribuyentes es normal, que esas son las reglas de juego, que así fue siempre y no es tan grave, pues entonces todo seguirá exactamente igual y estos incidentes serán solo una anécdota más sin que esto haya servido para casi nada.

No existen dudas de que la política es responsable de lo que sucede pero la sociedad también es parte central de este pérfido mecanismo y tiene en sus manos la llave para lograr un cambio con mayúsculas. Solo debe replantearse el problema, operar sobre sus verdaderas causas y cuestionar activamente su actual visión sobre el umbral de la deshonestidad.

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