Para un regreso a la presencialidad: Pequeño Manual de Evaluación

La evaluación ha sido siempre un punto neurálgico de todo fenómeno educativo. Mientras se discuten protocolos sanitarios para el retorno a las clases presenciales, qué es esencial enseñar y cómo evaluarlo no parece que se esté debatiendo

Por Mag. Alicia Pintus – Filósofa y educadora 

La evaluación es una dimensión de alta conflictividad en el proceso educativo. Tal vez porque con el término “evaluación” designamos una multiplicidad de categorías y aspectos que muchas veces se subsumen en la pretendida simplicidad de las instancias de acreditación en el sistema educativo formal, por las cuales, a través de una calificación numérica se produce un efecto jurídico: quien obtiene la nota mínima de aprobación en la escala vigente, no debe volver a pasar por el curso o la asignatura en cuestión. Su conflictividad no podría ser menor en tiempos de pandemia. Este momento de crisis global ha intensificado, como un formidable catalizador, la visibilización de ciertas tramas que se ocultaban en una normalidad a la que estábamos acostumbrados.

Es imposible no evaluar. Toda intervención educativa es evaluada porque siempre cabe la posibilidad de un juicio sobre el proceso de aprendizaje e indirectamente sobre los dispositivos de enseñanza y los responsables de su diseño y ejecución.

Todos los actores del sistema educativo formal, y en particular los que están en la primera línea de esfuerzo -el conjunto de los docentes- se han visto, en el pasado año, arrojados intempestivamente a convertir sus clases tradicionalmente presenciales a un formato paliativo, asimilable a la Educación a Distancia. Para lograr esto, se han generado una multiplicidad de aprendizajes y de relaciones de cooperación mutua entre colegas para la utilización de recursos que les eran mayoritariamente ajenos o desconocidos.

Los protocolos sanitarios y las logísticas para el retorno de docentes y alumnos a los edificios escolares están ocupando un lugar central en la agenda educativa previo al inicio del ciclo lectivo. Son necesarios, pero no suficientes. Las discusiones de fondo parecen estar relegadas. Poco se escucha acerca de que haya una revisión profunda sobre el currículum escolar. Para qué sirve la escuela, qué se debe enseñar, y qué y cómo evaluar son interrogantes básicos para enfrentar los desafíos educativos que traerá la pospandemia.

Se han planteado críticas palmarias sobre la deserción del ciclo lectivo anterior. Esos números son evidentes, y revelan que muchos estudiantes se desgranaron tempranamente de las actividades educativas virtuales. Pero, parece evitarse hablar de lo que aprendieron o no quienes continuaron ligados, en un lazo más frágil que el presencial, pero vínculo pedagógico al fin.

¿Ese conjunto de estudiantes estuvieron aprendiendo lo que tenían que aprender en medio de esta crisis global? Esta crisis suspendió abruptamente el formato presencial moderno sobre el que se construyó la naturaleza de la escuela en los últimos tres siglos, y ahora se coincide con unanimidad en lo imprescindible que resulta retornar a las aulas presenciales. Es imperativo incluir el tema del currículum y la evaluación entre los temas prioritarios de la agenda educativa actual.

Podríamos preguntarnos si estaban aprendiendo lo que tenían que aprender antes de la pandemia. También sería pertinente preguntarnos qué es lo que realmente tenían que aprender. Porque indagar sobre la evaluación es indagar sobre todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, incluyendo el currículum escolar, y de paso, interrogarse por el sentido y la tarea sustantiva de la escuela en el contexto de cada época.

Docentes y estudiantes necesitan evaluación. No se puede avanzar si no miramos qué estamos dejando atrás. ¿Pero qué tipo de evaluación precisan? Una evaluación sumativa como instancia de acreditación formal puede que aporte muy poco a la novedad de estos acontecimientos únicos y extremos. Se necesita la evaluación diagnóstica y formativa aggiornada, con su función de retroalimentación de este proceso de enseñanza y aprendizaje que se está ensayando sobre el andar y que les resulta ajeno e insólito.

Tenemos necesidad de saber qué es lo que hace lazo para el aprendizaje en el vínculo pedagógico. ya sea que se dé en los formatos clásicos o a través de una aplicación de reunión virtual, una tarea enviada y devuelta por correo electrónico o por WhatsApp, una plataforma online o una fotocopia -cuando no hay medios tecnológicos para llegar a través de Internet-, ya que parecen ser diametralmente diferentes del aula y el encuentro presencial.

En esta coyuntura, la evaluación debe ser diagnóstica, formativa y continua. Como el buen piloto, el docente tiene que poder realizar reajustes constantes, recalcular y modificar su diseño de planificación, si se pretende llegar a buen puerto.

Es indispensable enseñar a los estudiantes a hacer introspección y mirar su propio proceso de aprendizaje. La metacognición debe formar parte de la evaluación formativa y del diagnóstico, porque no se trata tanto de medir cuántos datos pudieron acumular en este tiempo, sino de cómo y de qué tipo de competencias y habilidades intelectuales y socioemocionales concomitantes pudieron desarrollar mientras intentaban aprender los contenidos que tenían que aprender.

La evaluación formativa que se suponía brindaba elementos para retroalimentar el proceso de enseñanza y aprendizaje debe enriquecer ese aspecto tradicional de retroalimentación. Debe constituirse en un diálogo con el estudiante a través de la revisión de su proceso de aprendizaje y sus producciones y construcciones de conocimiento y sentido.

El proceso de evaluación se inicia explicitando para qué, por qué y qué evaluar para elaborar criterios y pautas que sean transparentes, claros y públicos. Deberíamos desterrar esa nefasta metáfora de “caja negra” o juego con reglas desconocidas para los educandos, que convertían al instrumento y momento de evaluación en una clase de acertijo o prueba de ingenio, más que en una instancia para cerrar y revisar los propios saberes construidos en determinado período.

Puede decirse que la evaluación es un juicio que hace un sujeto sobre la producción de otro. Es una apreciación sobre un proceso o sobre una producción, pero nunca es un dictamen sobre la persona del otro. Puede ser el análisis crítico del proceso o del resultado de un aprendizaje, pero nunca sobre la persona.

Evaluador y evaluado se encuentran en una relación asimétrica de poder, atravesada por la subjetividad de cada uno. Es casi inevitable que las personas sientan preferencias y rechazos, ya que somos seres humanos situados con nuestras historias personales inescindibles de nuestra vida profesional. Pero de aquellas construcciones subjetivas que pueden empañar la necesaria equidad pedagógica, el docente debe tomar distancia y muy particularmente, en el momento de la evaluación. Visibilizar y hacer público desde qué enfoque y con qué criterios se evalúa aporta a una intención de mayor objetividad, y a la limitación de las arbitrariedades. La empatía ha de ser otra herramienta socioemocional que contribuya a que el proceso de evaluación sea menos restrictivo y más respetuoso de la singularidad del otro. La subjetividad es inevitable, aunque puede morigerarse, pero la arbitrariedad es una decisión éticamente inaceptable.

¿Cómo puede llevarse adelante la evaluación como retroalimentación?

La retroalimentación debe ser focalizada, oportuna, a tiempo para favorecer procesos de reflexión sobre el propio proceso de aprendizaje y sobre los contenidos académicos. Hay acciones sistematizadas al modo de un protocolo, que constituyen una recomendación práctica de mucha utilidad, como la escalera de la retroalimentación de Daniel Wilson, de la Harvard University: 1) Describir y aclarar la producción del estudiante, que da cuenta de una lectura profunda y atenta que ha realizado el docente, quien se detiene a narrar los hallazgos de lo elaborado, para orientar, conforme a los criterios y pautas iniciales; 2) Valorar, que es el momento de reconocimiento de los aspectos positivos de la producción, tanto de lo que se infiere relativos a sus mecanismos generativos como del resultado mismo. Esto no es sólo una reafirmación para la autoestima del estudiante, sino que debe ser una oportunidad para destacar los avances en el desarrollo de las habilidades y competencias intelectuales y socioafectivas para el tratamiento del contenido; 3) Indagar, expresar inquietudes sobre las potencialidades que ofrece la producción y lo que podría continuarse mejorando u optimizando, y lo cual debe ser realizado con un genuino espíritu de apertura para que ambos puedan pensar alternativas enriquecedoras; 4) Sugerir,  que es la instancia de cierre de una devolución, y que debe incluir alguna recomendación específica en orden a mejoras puntuales que en las que puede trabajar el estudiante. No necesariamente adquiere la forma de un consejo, puede tomar la configuración de un estímulo para seguir reflexionando, como una pregunta abierta sin una respuesta taxativa y premoldeada.

El estilo discursivo del docente al momento de brindar una devolución debe ser claro, directo, cordial y fundamentalmente asertivo. Se entiende por asertividad, a la capacidad para poder poner limites de manera adecuada, evitando los extremos de la pasividad y la agresividad, para situarse en un justo medio en el que se puede manifestar lo que molesta o incomoda sin lastimar a los demás ni dañar las relaciones personales.

Esta comunicación asertiva puede utilizar algunas estrategias en la construcción del discurso lingüístico para las devoluciones de una evaluación.

Siempre se debe hablar acerca de la producción y nunca sobre el sujeto. No se trata de lo que el alumno incluyó u omitió en la elaboración de una consigna, sino lo que se evidencia como presente o ausente en el análisis del trabajo recibido. Esto posibilita una distancia óptima para no herir la sensibilidad de quien, quizás, se esforzó mucho, pero no logró que se plasmara en el resultado.

No se puede soslayar que, si la devolución es escrita, el estudiante sólo accede al enunciado de nuestro mensaje. La única forma de conectar con nuestras intencionalidades es a través lo que queda como dato de percepción, el texto escrito. Mientras lo lee, no habrá oportunidad de interacciones para aclarar nada en ese acto en solitario, y la interpretación y sus efectos dependerán en parte del contexto subjetivo del receptor. Por tanto, el destinario debe ser tenido muy en cuenta en los mecanismos generativos de nuestra devolución, para que la misma sea lo más unívoca posible, limitando la posibilidad de interpretaciones desafortunadas y contrarias a nuestras intenciones.

La elaboración de las frases de la devolución puede apelar al empleo de tiempos y modos verbales y construcciones sintácticas que permitan expresiones con efectos menos restrictivos o imperativas que pudieran causar un malestar indeseado. Son muy apropiados el uso del condicional y el subjuntivo, el discurso indirecto y la voz pasiva, entre otros, que favorecen la concepción de los errores y omisiones como oportunidades de mejora. Asimismo, es recomendable la elección cuidadosa de las palabras, buscando los sinónimos que tengan menor carga de connotación negativa o peyorativa cuando hay que señalar errores.

Así, esta actitud cuidadosa del otro y respetuosa de sus producciones se hará ostensible en lo práctico y mostrará la coherencia de considerar a la evaluación como parte del proceso de enseñanza y aprendizaje y como oportunidad de retroalimentación formativa para la mejora del aprendizaje y de sus resultados.

Los formatos e instrumentos de evaluación pueden desprenderse de las categorías tradicionales de “pruebas” semiestructuradas o ejercicios repetitivos para dar lugar a la creatividad y explorar otras opciones como diarios, memorias, bitácoras, portfolios, rúbricas y otros instrumentos que sean auténticas “pruebas” de desempeño.

Esta retroalimentación formativa actualizada puede ser un registro importante para docentes y estudiantes. Puede abrir caminos de factibilidad en un hacer incierto que estamos enfrentando como humanidad.

La crisis puede interpretarse en clave de oportunidad para que se produzcan cambios que venían gestándose pero que se invisibilizaban en las rutinas instituidas de una aparente normalidad. Como Robert Frost, podremos reflexionar: “Debo estar diciendo esto con un suspiro / De aquí a la eternidad:/ Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, / Yo tomé el menos transitado, / Y eso hizo toda la diferencia.” ¿Y si nos animamos a tomar el sendero menos frecuentado? Quizás eso haga toda la diferencia.

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