Cuando se confunde oposición con resistencia

Por Ernesto G. Edwards

Filósofo y periodista

@FILOROCKER

 

El término “resistencia”, en el contexto político, tiene mucha historia y una gran carga conceptual. Y se ha ganado, a lo largo del tiempo, importante respeto. En general, se aplica a la actitud y acciones concretas que emprenden determinados grupos ante potencias invasoras o regímenes dictatoriales. En el caso de los gobiernos democráticos, la categoría correcta para los que confrontan con el establishment vigente en ejercicio del poder constitucional es la de “oposición”. Podemos hablar de resistencia en la Venezuela de los últimos años, o en la Francia ocupada de la Segunda Guerra, o en la Argentina del Proceso militar. Nunca, aquí, en estos tiempos de marcada libertad y consolidada democracia, justificados tan sólo por formar parte de la minoría que no eligió al actual gobierno.

A los que padecimos la mal denominada “década ganada” nunca se nos ocurrió que pertenecíamos a ninguna resistencia. En el mejor de los casos, nos considerábamos oposición. Y ni siquiera hacía falta formar parte de un partido político para considerarnos opositores. Bastaba con ser libres pensadores con mirada crítica. Para que quede aún más claro respecto de este tópico: resistencia era lo que llevaban adelante el Mahatma Gandhi o Nelson Mandela, y no Yaski o Baradel, por mencionar apenas dos ejemplos autóctonos de personajes procedentes de un gremialismo que no hace resistencia sino partidismo electoralista. Y que se calló durante una década, teniendo como emblema a esa desagradable imagen que daba Antonio Caló, el metalúrgico que liderara la CGT kirchnerista y que todos veían como un dócil aplaudidor del gobierno en los actos oficiales de Cristina Fernández.

En tiempos de posverdad, algo extendido y que ya explicamos, la insistencia, la reiteración y la apariencia de convicción en la emisión del mensaje, conlleva la intención de instalar una idea que no se verifica en la realidad. Y las intenciones, per se, no son ni buenas ni malas. Son un direccionamiento, un tomar impulso hacia algo. Recién en la instancia de seleccionar un objetivo podremos calificarlas. Y cuando aparece con claridad la intención de instalar políticamente la imagen de un gobierno insensible, clasista y represor, una evidente exageración, una distorsión desproporcionada y absoluta, con el rótulo de “resistencia” al posicionamiento opositor, se busca, probablemente con fines de atraer sufragios, degradar su impronta, profundizar la polarización, e intentar obtener ventajas a corto plazo. Y ahí sí podemos afirmar la mala intención de seguir impulsando la cantinela de la resistencia.

Lo propio sucede con el término “represión”, de mala prensa a partir del último régimen de facto, cuando, queda claro, nadie duda de que reprimir a delincuentes es no sólo correcto sino también valorable como bueno. Ni hablar de “subversión” o “extremista”, que en otro contexto tendrían implicancias diversas.

Es necesario reconocer que habitamos un país caracterizado por el sobredimensionamiento y la exageración. Una tierra futbolera donde todo es competencia y comparación, en la que se pierde la noción y las escalas de valores, y las cifras, idealizadas a veces, fantaseadas otras, forman parte de un folklore que se transpola a todo: desde “40 mil de visitantes” a “fueron 30 mil”, todo mezclado y en un gran cambalache discepoliano. Sabemos que no fueron ciertas ni una cantidad ni la otra, y que son tomadas como símbolo y bandera de posiciones determinadas, pero a la hora de afirmarlas, con tanto énfasis a lo largo del tiempo, se convirtieron en “verdades” de este tiempo de posverdades insostenibles. Será por ello que se peleaba por ver quiénes juntaron más gente, fuese en el acto conmemorativo del 24 de marzo (ese feriado que discrimina, como ya afirmamos hace poco en este medio) o en la marcha del Sí del pasado 1º de abril, en defensa de un gobierno que no ha dado muestras de necesitarla. Porque es justo agregar que Argentina no está, en modo alguno, transitando tiempos similares a la crisis terminal de finales del 2001, aunque muchos se empeñen en exhibir helicópteros de cartón en cuanto acto se presentan.

En síntesis, habría que ponerle un límite a tanto mal uso del término “resistencia”. No hay tal cuestión. Es, nada más ni nada menos, que una oposición marcadamente partidista procedente de los nostálgicos de un populismo reciente que casi hizo pedazos a este país, con dirigentes y exfuncionarios que desfilan con frecuencia por los tribunales procesados por causas de una corrupción de tintes escandalosos. Y que seguirán desfilando. Expresidente, exvicepresidente, exministros. Y siguen las firmas.

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