“Candelaria” y la dictadura cubana

Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista / @FILOROCKER

Con los primeros minutos de 2019 se están cumpliendo 60 años de dictadura en la isla de Cuba. El filme “Candelaria”, sin proponérselo, exhibe todas las miserias y fragilidades de su pueblo a manos del castrismo.

“Candelaria”, que actualmente puede verse por la plataforma virtual Netflix, y que nunca deja de ser una lograda historia de amor, comienza con el siguiente cartel: “A fines de los ’80 y principios de los ’90, se establece un nuevo orden mundial, cae el muro de Berlín y colapsa la Unión Soviética. Cuba, sumergida en un bloqueo salvaje sin gasolina y prostituida por el hambre, cae en un oscuro hoyo sin fondo también conocido como Período Especial”. Hasta ahí la declaración de intenciones de su realizador, que apunta a mostrar algo que se le irá de las manos. Porque la realidad es una sola, y las consecuencias de la cruel dictadura cubana no son sólo producto del extremo bloqueo comercial sino fundamentalmente de la prolongada y desembozada corrupción de sus dirigentes. Que siempre es inmoral. Y en este caso, megalómana y de una avidez sin límites.

Ambientada en La Habana en 1994, justo cuando se tocan la reciente caída del Muro de Berlín con el recrudecimiento del Bloqueo, esta realización, de incomparable belleza y valentía, y de una concepción estética que la emparenta con lo mejor del cine arte mundial, cuenta la historia de la vida miserable, en La Habana, de una pareja de septuagenarios que viven, al igual que el resto de los habitantes comunes, como pueden. Con la carencia de los elementos más básicos para la cotidianeidad. Ella, Candelaria, mientras por las noches se rebusca un dinerillo mínimo cantando boleros en un inmundo barsucho para turistas, durante el día trabaja de lavandera en un hotel que vive del turismo extranjero. Todo por un sueldito que no alcanza para nada. Él, Víctor Hugo, es una especie de relator–animador (aunque una intensa tos le haga interrumpir de a ratos su locución) en una polvorienta fábrica tabacalera, leyendo las seleccionadas noticias del día del órgano oficial del partido. Y lo hace mientras los demás, cada uno en lo suyo, empaquetan tabaco. Y aunque lo revisan a la salida de cada jornada, se las arreglará para llevarse algún cigarrito que venderá para juntar algo más. Cuando ambos se encuentran, ya de noche, será el momento de la paupérrima cena, mientras ella juega con sus cinco polluelos y, resignados, escuchan por radio a Fidel, antes del habitual apagón eléctrico de cada día. Porque la rutina y la estrechez económica los convirtió en seres distantes que nada más conviven y se acompañan.

Será a partir de que ella halle en la lavandería una mochila de un pasajero que contiene una filmadora que el matrimonio descubra el envión para reencontrarse, recobrando la pasión y el erotismo que parecían perdidos, pero también el espejo que mostrará la decadencia y la humillación que viven constantemente los cubanos de a pie, para nada próximos a la inexistente dignidad y rebeldía con la que se insiste viven orgullosos los isleños desde 1959. Aunque en realidad muchos de los más jóvenes debieron prostituirse para alimentar un turismo sexual degradante y oprobioso, con los más viejos esperando las migajas. Pobreza en estado puro y extremo. Pero con una dirigencia (encabezada por los hermanos Fidel y Ramón Castro) que seguía engordando, entre lujos, placeres y corrupción a raudales, en el marco de una dictadura rígida e impiadosa.

Como los personajes protagónicos no tienen hijos, tampoco tienen quién se prostituya por ellos. Sobreviven con lo que el gobierno quiere darles, que siempre será misérrimo. Pero el hallazgo (y apropiación) de la videocámara marcará un quiebre. En vez de venderla, decidirán quedársela, y él comenzará a filmarla. Durmiendo, bañándose, caminando, vistiéndose. Y es el reinicio de un romance que parecía terminado. Vuelven a tocarse, a mirarse, a encontrarse. Casi como dos adolescentes enamorándose. Pero un día la camarita se extravía, y alguien inescrupuloso, acostumbrado a comerciar con pornografía amateur, descubrirá un inesperado filón con los videos de los ancianos en amorosas escenas sexuales. Y la debilidad, la fragilidad y la precariedad llevará a los protagonistas del filme a exhibirse, a prostituirse. El final, de una tristeza infinita, no conviene contarlo. El inesperado giro le da el toque de obra de arte que amerita el deseo de querer verla.

El colombiano Johnny Hendrix tiene un especial talento a la hora de dirigir. No hay dudas si evaluamos con ojo crítico cada detalle técnico y formal de “Candelaria”. Tampoco acerca de su honestidad a la hora editar, ya que reconoció haber pretendido mostrar una Cuba que no es, para terminar mostrando sus peores miserias, aún con el fondo de la exquisita belleza de sus escenarios naturales. Las obras de arte, como bien afirmaba Umberto Eco, son “obras abiertas”, que se independizan de sus creadores, y el espectador atento concluirá que si bien el embargo norteamericano condicionó la vida cotidiana cubana, el castrismo fue lo peor que les pudo pasar a los cubanos.

Porque, recordemos, hablar de la dictadura cubana refiere inmediatamente no sólo a Fidel Castro sino también al rosarino por accidente Ernesto Guevara, el impiadoso criminal cuasi descerebrado, quien nunca hizo nada por su país ni se le cayó de la cabeza una sola idea rescatable. Las pruebas que sustentan esta afirmación están a la mano de cualquiera. Un delirante que proponía un genocidio. El Che. Nacido en el Hospital Centenario de Rosario en el seno de una familia acomodada, ya médico, recorrería Latinoamérica vinculándose con comunistas e insurgentes que apuntaban a derrocar a Fulgencio Batista, por entonces autoritario y corrupto gobernante de Cuba que encabezara un golpe de estado. Con un enfoque indigenista y de campesinado de escasa claridad conceptual, Guevara se vincularía con un joven Fidel Castro, quien ya había intentado una fallida asonada contra Batista. Hasta que en 1959 sobrevendría lo que se conoció como “La revolución cubana”, deponiendo a Batista, pero sólo para llevar adelante durante sesenta años una sangrienta dictadura peor que la anterior, en perjuicio de un sufrido y acorralado pueblo cubano. En el marco de ese nuevo gobierno, satelitario de la Unión Soviética, Ernesto Guevara sería, por algún tiempo, el pésimo ministro de Industria que fue, fracasando también como presidente del Banco Central cubano. Hasta que sus incontenibles ansias de seguir derramando sangre por doquier tomaron la apariencia de justificación ideológica por la supuesta necesidad de internacionalizar la generalización de la lucha armada en América latina, Asia y África. Todas demenciales experiencias guerrilleras que fracasaron, una a una, en Guatemala, Nicaragua, Perú, Colombia, Venezuela, y hasta con el intento de ingresar por el norte argentino. Fomentando, además, lo que luego serían el Sandinismo nicaragüense y el movimiento uruguayo Tupamaros. Ni siquiera los partidos comunistas de esos países aprobaban la delirante y pobre estrategia guevarista.

Luego de esa sobrevalorada y presumida estupidez que fue la frase “Hasta la victoria siempre”, dirigida a Castro, el Che emigraría al Congo, en 1964, donde le sobrevino una derrota tras otra. Por ello retorna al continente americano para instalarse en Bolivia, creyendo que al limitar con Paraguay, Chile, Argentina, Perú y Brasil tendría facilitado extender el foquismo guerrillero.

Es cierto que por esos años Sudamérica se caracterizaba por diversos gobiernos de facto. René Barrientos, ejerciendo ilegítimamente el poder en Bolivia, sería el encargado de decidir el final de Ernesto Guevara, quien por entonces ya había proclamado peligrosamente la necesidad de “Crear dos, tres… muchos Vietnam”. Seguramente hubiésemos preferido un juicio al estilo Núremberg, como le correspondía a este criminal, con una corte internacional decidiendo su destino. Pero los bolivianos se apuraron, favoreciendo de tal modo la distorsionada imagen de Guevara, elevándolo a la altura de un falso mártir de romántica leyenda. Nada más lejos de lo que realmente fue como personaje histórico. Un médico que se deleitaba asesinando. Un gobernante genocida que ejecutó a centenares de opositores cubanos y que fundó campos de concentración para disidentes y homosexuales, como así también para los profesantes de distintas religiones. Un totalitario que pretendía someter a toda Latinoamérica a su ideología, de marcado corte stalinista, que no hesitó en convertir a Cuba en una gran cárcel para opositores, asesinando a quince mil personas, y forzando a que casi cien mil cubanos murieran horriblemente, ahogados en el mar por tratar de escapar del régimen. Y con septuagenarios, como los de “Candelaria”, que nunca conocieron la democracia. Y aunque nos libramos de Guevara tempranamente, quizás por una traición del propio Fidel, aquél marcó un camino de terror que continuarían los Castro.

Finalmente, el repudio a una horrenda dictadura que acaba de cumplir 60 años. La más extensa de este mundo occidental contemporáneo. Y la dificultad para entender cómo unos cuantos, que sólo van a Cuba de cómodos turistas, siguen convencidos de que lo que pasó recién iniciado 1959 fue realmente un proceso revolucionario. “Candelaria” demuestra lo contrario.

 

FICHA TÉCNICA

“Candelaria” (Cuba, 2017)

De Johnny Hendrix Hinestroza

Con Alden Knight, Verónica Lynn y Manuel Viveros

Género: drama – Duración: 88’

Calificación: excelente

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