El pedido de Margariti a los gobernantes

“El valor de la conciencia moral en las decisiones públicas”

20 de marzo de 2018 – En las políticas adoptadas por los gobiernos o en las medidas que tomamos individualmente, tiene una enorme importancia la conciencia moral de los gobernantes y los gobernados, un aspecto generalmente  soslayado en la consideración popular.

La conciencia moral es un intenso e íntimo fenómeno que penetra en cada uno  de nosotros y dirige  nuestras vidas. Porque es la capacidad interior de aprobar o censurar nuestras propias acciones ya que ella nos informa sobre su bondad o maldad, sobre su justicia o iniquidad.

Pero la conciencia no siempre es correcta. Según nuestro aprendizaje y de acuerdo a valores en los que creemos, podemos tener una conciencia recta o errónea, vencible o invencible. Según el modo habitual en que nos  juzgamos a nosotros mismos y a los demás,  ella puede ser: una conciencia laxa o estricta, hipócrita o sincera, melindrosa o valiente.

Para darnos cuenta del enorme papel que la conciencia desempeña en nuestras conductas y actitudes frente a la vida, es interesante reproducir una preciosa novela inglesa (*) mostrando  qué son los valores y cómo obran en la recta o errónea conciencia moral.

Transcurre en la universidad de Oxford donde un joven historiador, de humilde origen,  recientemente casado, con un hijo y muy pocos recursos,  está investigando cierta época de la historia inglesa. Con gran esfuerzo ha reunido mucha documentación y escribe su tesis con una teoría sumamente inteligente y novedosa. La publicación de ese trabajo le significará no sólo enorme prestigio académico, sino también su habilitación como profesor titular de una de las más excelentes universidades del mundo y con ello un distinguido puesto en la universidad gozando de buenos  ingresos.

Así conseguirá salir de su mísera condición y mantener dignamente a su familia.

Pero cuando está por enviar el texto final del libro a la imprenta de Oxford, casualmente descubre un terrible documento,  hasta entonces desconocido,  que echa por tierra todo su trabajo y destruye su tesis.

¿Qué  hacer entonces? ¿Acelerar la publicación porque no tiene tiempo para rehacer el libro? ¿Callar el contenido del documento esperando que nadie lo descubra? ¿Quemarlo para que ninguno  pueda utilizarlo en su contra? ¿Y si alguien se entera de que él lo destruyó?

Al final  piensa que conviene dejarlo en su sitio, alentando la esperanza de que al cabo de muchos años “alguien lo descubra casualmente”. Entonces tendrá tiempo para corregir y superar su actual tesis.

Por eso, decide dejarlo en su lugar y así surge la tragedia.

A los pocos días, en el mismo archivo,  aparece otro historiador veterano que encuentra el fatídico  documento y comprueba -mediante fichas de la biblioteca- que el joven de nuestra historia lo había consultado, pero silenció su hallazgo para proteger la falsa tesis de su libro.

 

Da la casualidad que este veterano profesor, es miembro del tribunal que debe  aprobar su tesis y decidir contratarlo como profesor titular en la prestigiosa universidad, con lo cual dejaría su vida de estrecheces.

Con grandes remordimientos al viejo profesor se le presenta un dilema moral: acallar lo que ha sabido o votar en contra del postulante.  Decide adherir a la verdad, cuenta lo que sabe y rechaza el otorgamiento de la plaza de profesor titular. El joven historiador se quita la vida y su familia queda desamparada.

Esta no sólo es una situación dramáticamente novelada. Es algo mucho más cotidiano de lo pensado  y que se presenta en el conjunto de circunstancias de la vida pública del país desde que la clase política -en su conjunto-  entregó el alma al demonio del enriquecimiento ilícito,  propio o de testaferros,  mediante la corrupción, el negociado de la obra pública, el tráfico de influencias o  el conflicto de intereses mal resuelto.

Al no tener en claro la profunda y decisiva intervención de la  conciencia moral, no acertamos a solucionar este complejo problema de polución contaminante. Los escándalos se suceden unos detrás de otro y de un tiempo a esta parte, la opinión pública de nuestro país ha perdido el sentido ético del comportamiento social en la vida civil.

Nunca como ahora se habló a favor de la solidaridad impuesta por leyes, pero tampoco nunca como hoy surgen repulsivos piquetes, insolidarios cortes de ruta y agresivas violencias contra niños, ancianos y  mujeres inocentes.

Este extraño comportamiento social que soportamos, es fruto de un creciente egocentrismo grupal que nos está metiendo a todos en una verdadera ley de la selva.

En muchos campos, desde la política a la cultura, del sindicalismo a la educación  y de la economía al mundo de los negocios, se  está imponiendo la tiranía de los más fuertes, de los acomodados con el gobierno, de los más astutos y de los más inescrupulosos.

Las causas deben adjudicarse  claramente al desvergonzado testimonio que nos brindan las clases dirigentes, a la irrefrenable voracidad fiscal que se queda con ¾ parte de los valores económicos creados por quien trabaja privadamente,  al desquiciante fenómeno de la inflación que alienta la lucha salvaje de uno contra todos y a la pérdida del fraternal sentimiento de compasión hacia quienes necesitan nuestra ayuda.

Un caso tan frecuente, que parece cosa de todos los días, consiste en justificar que los ahorros individuales sólo pueden quedar a salvo de la voracidad del Estado si conseguimos convertir los bienes en pesos, éstos en dólares y los dólares transferirlos a bancos del exterior o invertirlos en sociedades off-shore. Tales procedimiento parecen ser muy habituales en los gobernantes actuales como en los anteriores, con la enorme y descomunal diferencia de que antes el origen del dinero provenía descaradamente del saqueo del dinero público mientras que ahora parecen ser el resultado de la preservación del fruto del propio trabajo.

Si algún día -en el silencio de sus hogares- nuestros gobernantes dejaran de tener encallecidas sus conciencias y sintieran el remordimiento de sus malas conductas, correspondería advertirles que pueden liberarse de esa condena interior.  Deben legislar, gestionar y dictar sentencias  conforme con su recta conciencia para que nunca más nadie tenga que evadir impuestos, ocultar el dinero legítimamente ganado, huir al dólar  y depositarlo afuera para ponerlo a salvo del arrebato tributario y la codicia política.

 

En definitiva, la falta de conciencia moral hace que quienes tengan poder carezcan  de la inteligencia y valentía para asegurarnos a los argentinos estos fundamentales derechos humanos:

1° la existencia de una moneda estable que garantice la equidad de los intercambios entre empresarios y trabajadores y permita conservar el valor económico para poder ahorrar.

2° la garantía estricta de que el conjunto de impuestos, tributos, tasas, cargas públicas, retenciones, anticipos, percepciones y contribuciones  laborales nunca excederán más del 25 % de la renta líquida personal, efectivamente obtenida mediante trabajo honesto.

3° el inmediato anuncio de una nueva, seria  y global reforma impositiva por la cual los 96 impuestos vigentes queden reducidos a muy pocos y equitativos impuestos cuya alícuota permita la vida normal y sosegada de las personas honestas.

4° la inmediata vigencia de un plan global nacional-provincial y municipal que establezca límites penales para que el gasto público “nunca más” pueda exceder por encima del 25% del PBI asegurando que el resto deba destinarse ¼ a consumo familiar, ¼ a mantenimiento del capital existente y ¼ a constituir fondos de nuevo capital privado para permitir el crecimiento.

Como estas intenciones nunca han estado presentes en la mente ni en la conciencia de nuestros gobernantes, Argentina se ha convertido en un país que vive estancado desde hace 70 años y presenta progresivamente mayores conflictos sociales imposibles de superar con justicia y libertad.

Esta es la enorme importancia de conocer la catadura moral de nuestros gobernantes, funcionarios,  legisladores y magistrados  y el tipo de conciencia que predomina en sus fueros íntimos, para poder elegir los mejores y castigar a los usurpadores o depredadores del poder público.

(*) Romano Guardini: Lecciones de ética en la Universidad de Munich, BAC, Madrid  2001.

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