Las pruebas ácidas de los “demócratas”

En tiempos de tanta hipocresía y escasa confianza los políticos no logran siquiera atravesar este sencillo desafío. Su retórica naufraga destruyendo a su paso cualquier vestigio de racionalidad.

Por Alberto Medina Méndez – Periodista. Consultor en Estrategia y Comunicación Corporativa . Analista Político . Conferencista Internacional

amedinamendez@gmail.com – @amedinamendez

La democracia sigue siendo sobrevalorada por el mundo. Muchos ciudadanos han convertido a esta herramienta completamente imperfecta en un ideal infranqueable que nadie puede intentar vulnerar.

Se ha perdido absolutamente la brújula al punto de no aceptar crítica alguna hacia esta dinámica a pesar de sus indisimulables defectos y de la larga nómina de problemas que genera a diario.

Son los líderes los que han endiosado a este frágil instrumento. La explicación más simple es que gracias a su existencia ellos han accedido al poder, ostentan sus cargos y aún siguen disfrutando de esas mieles.

Sin embargo, no parece sensato caer en la trampa de suponer que un régimen de convivencia social que intenta dirimir diferencias y trazar un trayecto compartido posible no debe ser cuestionado, sobre todo cuando sus debilidades están a la vista y no se pueden invisibilizar.

Si algo es mejorable pues debe operarse en esa dirección. La democracia actual ha asumido con demasiada naturalidad sus propias anomalías y va siendo hora de reformarla para poder salvarla o al menos para prolongar su vigencia, si es que ese objetivo tiene alguna lógica.

Más allá de esas aristas que deberían ser revisadas un primer aspecto es entender sus deficiencias. Eso permitiría abandonar la inercia apologética que sostiene que es un dogma impermeable y que cualquier apreciación negativa es sinónimo de desestabilización.

Esa hipersensibilidad ante los reproches impide cualquier chance de evolución, frena la posibilidad de replantear ángulos laterales que muchas veces provocan desastres desproporcionados que sólo emergen por tópicos secundarios y no por temas de fondo.

La democracia se ha convertido en una suerte de doctrina, exageradamente intocable y justamente esa característica puede destruirla a la brevedad. Su desprestigio y el de sus principales defensores la están llevando por un sendero muy peligroso sin camino de regreso.

Es que los mismos que la sostienen con grandilocuentes narrativas la pisotean cotidianamente con sus actitudes dictatoriales, con determinaciones mezquinas y con sus decisiones discrecionales totalmente objetables.

Ni siquiera sus promotores pueden justificar esa lista de arbitrariedades que cometen amparados en ese inmaculado sistema que dicen patrocinar. Ellos lo manosean sin pudor alguno, utilizando esas alternativas que la letra chica de la normativa les habilita para hacer uso de ciertas convenientes ventajas que eventualmente los favorecen.

En estas latitudes los partidos políticos, en nombre de la democracia, se han apropiado del monopolio del acceso al poder. Se sienten intérpretes exclusivos y gracias a esa potestad definen las reglas de juego “a piacere”, las modifican cuando lo consideran oportuno para obtener lo que desean.

Es muy evidente que los impulsores de la democracia no creen en ella, sólo utilizan las bondades del esquema para desplegar sus impiadosas prácticas estafando a la sociedad con un manto de formalidades que los refugian.

No logran superar un sólo filtro y encima piensan que la ciudadanía es tonta, que no registra lo que sucede a su alrededor y que pueden abusar de su circunstancial posición sin pagar costo alguno.

La pérdida de respetabilidad de los políticos no sólo tiene que ver con su incapacidad para resolver los problemas que prometen enfrentar. También es el corolario de sus inmorales procedimientos que son muy elocuentes, aunque ellos supongan que pasan desapercibidos.

La democracia para esa corporación política es un mero dispositivo que sirve para imponer su voluntad a los demás, para plasmar sus sueños, para ejecutar sus caprichos escudados en la atractiva figura de la “voluntad popular”, esa que importa casi nada a la hora de las decisiones vitales.

Si realmente creyeran con convicción en el “sistema”, no seleccionarían las fechas de las elecciones según sus opinables intereses de cabotaje, ni tampoco bloquearían a sus competidores internos con trabas ridículas que minimizan sus expectativas.

Si efectivamente estuvieran convencidos de la magnanimidad de ese mecanismo, las listas de candidatos emergerían espontáneamente y no serían el descarado producto de sus retorcidas preferencias personales.

A estas alturas todos saben cómo funciona. La inmensa mayoría de los políticos manipulan asquerosamente la telaraña que han edificado para provecho propio, mientras cínicamente discursean su relato maniatado. La gente acepta mansamente esta tradición, pero eso no hace que adore a esos operadores que avala tácitamente pero que desprecia en privado sin atenuantes. Unos y otros comprenden que esto no tendrá secuelas en el corto plazo, pero quizás sea este el momento de reflexionar al respecto.

Esta secuencia no tiene modo de terminar de buena manera. Los vicios de esa estructura inflexible no pueden perpetuarse sin consecuencias. O la comunidad toma las riendas de este dilema y comienza a reconstruir el tejido esencial que permita recuperar la credibilidad o este deterioro, más tarde que temprano implosionará con derivaciones impredecibles. Las autocracias aparecen y se legitiman cuando el estado de derecho tropieza, y en ese sentido, la democracia contemporánea está ayudando muy poco.

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