Entre Rosario y Santiago de Chile: Contrastes de Violencia

Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista / @FILOROCKER

De cómo Rosario y Santiago de Chile se perciben diferente en cuanto a niveles de inseguridad.

Para los que acostumbramos a viajar y conocimos gran parte del mundo occidental, entre las principales capitales europeas y las más destacadas ciudades de América del Norte, siendo que procedemos de Rosario, y seguimos viviendo allí, pasar un par de semanas en Santiago de Chile es un remanso de paz, fundamentalmente porque Rosario es, para algunos cuantos, la capital nacional de la inseguridad, y que forma parte de una provincia, la de Santa Fe, que parece una gran zona liberada. Y es todo lo contrario de lo que puede verse por Santiago. Algo que se percibe si los días que se pasan no se hace en modo turista, sino transitando la cotidianeidad de sus habitantes, viajando en metro, comprando en sus supermercados, deteniéndose en sus plazas, charlando con su gente.

Estamos hablando de Santiago, capital de un país que padeció durante diecisiete años, entre 1973 y 1990, una cruel dictadura a manos del capitán general Augusto Pinochet, un émulo del falangista español Francisco Franco. Dictadura caracterizada por su represión, persecución y censura, y el acompañamiento cómplice de la Iglesia chilena. Pinochet, además, luego de dejar la titularidad de facto del poder ejecutivo, merced a la Constitución que él mismo dictó, se mantuvo durante ocho años más al frente del Ejército chileno. Por si todo fuera poco, al cabo de ello, asumió como senador nacional, aunque por poco tiempo, ya que allí comenzaría el fin de su extensa tiranía de poco más de un cuarto de siglo. Período durante el cual instaló su dura impronta autoritaria, visible a partir de la acción de los Carabineros, un cuerpo policial militarizado, caracterizado por su inflexible mano dura.

Para no prolongar innecesariamente el suspenso acerca de la reflexión que provoca el hecho de esta grave etapa que viviera el país trasandino, el hecho concreto es que en la populosa Santiago de Chile, que recordemos ha tenido algún aislado atentado, siempre bajo la severa y atenta mirada de los Carabineros, la violencia y la inseguridad parecen controladas casi por completo. Y ello puede experimentarse en cualquier barrio que se recorra, no sólo en su microcentro y casco histórico, sino en parques y callejuelas alejadas de la City. Lo mismo da La Moneda que Baquedano, Las Condes, Bellas Artes, Bella Vista, el Parque O’Higgins, el Cerro Santa Lucía o internarse en el pueblito artesano de Los Dominicos. No se ven trapitos en calles o esquinas. La gente se sienta en barcitos y restoranes en las veredas y a nadie se le ocurre acercarse a molestar. Viajar en metro, aún en horas pico no significa que no se guarden las distancias físicas correspondientes. Y entonces la pregunta surge: ¿será que la tranquilidad con la que viven actualmente estos chilenos es consecuencia de tantos años de represión? Si así fuera, sería una conclusión desagradable, y hasta casi peligrosa. Sin embargo, Argentina también fue sojuzgada por brutales militares que se instalaron en el poder durante siete años, con miles de desaparecidos, y sin embargo, tras recuperarse la democracia, el gran desprestigio de las fuerzas de seguridad hizo que rápidamente perdieran autoridad y respeto, y que su natural acción de prevención, control y represión del delito fuese puesta en la picota de todo el mundo, inhibiendo de tal modo la intensidad y el rigor que requiere el cuidado de la seguridad. ¿En qué quedamos, entonces? Dos países golpeados por sendas dictaduras, y en uno el respeto por la norma quedó internalizado, y en otro militares y policías quedaron estigmatizados casi para siempre. Al punto que pensar en la necesaria represión del delito convierte en quien lo haga en un fascista enemigo de los derechos humanos.

La Filosofía Política siempre coloca dialécticamente, como si confrontaran conceptualmente acerca de la naturaleza humana, a Jean-Jacques Rousseau y Thomas Hobbes. Uno creyendo que el hombre es naturalmente bueno y que lo arruina la vida en sociedad, y el otro con su famosa afirmación de que “el hombre es el lobo del hombre”, y que a partir de la instauración de un contrato social es que, por temor al castigo, las personas no terminamos matándonos entre nosotros cada vez que nuestros impulsos así parecen inclinarnos. A simple vista parecería que Hobbes tenía razón. La Internalización de la norma lleva en sí mismo una cuota de lo restrictivo. Hay una violencia simbólica en la norma. Nos dice que no, y busca generalizarse. Entonces para que esa norma externa sea bien considerada, y se instale, tiene que coincidir con un buen fin de la misma. Tiene que ser justa y razonable y buscar el bien de quienes deban obedecerla.

En Chile, los carabineros parecen haber virado hacia una actitud de superficial apertura y amabilidad, lo cual habría propiciado una básica reconciliación, pero el ciudadano sabe a qué atenerse si se desvía mínimamente de la norma. En cambio, en Argentina, no se puede confiar en las fuerzas de seguridad, ni en el poder judicial ni en los gobernantes. En las fuerzas, por las reiteradas muestras de corrupción (recordemos algunos jefes policiales santafesinos). En el poder judicial por la popularización de la doctrina mal llamada garantista impulsada por el impresentable Zaffaroni, protegiendo derechos humanos sólo de los delincuentes. Y en los gobernantes por su ineptitud y sospechas de todo tipo. Pensemos que, con los tres gobernadores del socialismo, con Hermes Binner como gobernador el narcotráfico hizo pie en la provincia. Con Antonio Bonfatti se consolidó su presencia. Y con Miguel Lifschitz, aunque todo parecía engañosamente ir mejorando, la inseguridad y la violencia se descontrolaron hasta límites extremos.

En Santiago, los carabineros saturan con su presencia, día y noche, todos los espacios públicos. En Rosario, las fuerzas de seguridad brillan por su ausencia. O miran para otro lado.

Y los pueblos, innegablemente, se comportan de modo diferente. Con otra conciencia, otro compromiso, otra responsabilidad. Para ilustrar, cuento una experiencia personal. Santiago de Chile. Domingo al mediodía. Av. O’Higgins (o La Alameda, como se la conoce) a la altura de La Moneda. Súper céntrico. Numerosa protesta sindical con presumibles justas reivindicaciones y reclamos. Son ruidosos, en un clima festivo y familiar. Con cánticos y consignas, pero también con globos y cotillón. Se quejan del gobierno, pero con respeto y todo en paz. A nadie se le ocurriría el despropósito de corear “Sebastián Piñera, la puta que te parió”. Nadie tiene la cara tapada ni porta palos. Interrogué a algunos manifestantes sobre el porqué de protestar justo un domingo al mediodía. La respuesta fue “porque de lunes a viernes trabajamos”. A los costados formaciones de carabineros miraban, sin intervenir. Les pregunté que por qué se hacían a un lado cada vez que se acercaba la cabeza de la marcha. Uno de ellos contestó: “para que no haya provocaciones mutuas. Sólo cuidamos y controlamos”. Inmediatamente pensé que algo venimos haciendo mal en nuestro país. Y especialmente en la provincia de Santa Fe.

Vivimos en una provincia, y especialmente en Rosario, con un primer trimestre de 2018 que ha sido devastador en el rubro Inseguridad. 51 muertos de enero a abril, y casi un asesinato por día para el mes de abril. Justo cuando Maximiliano Pullaro, un ministro de Seguridad que no está a la altura de su cargo, venía de declaraciones triunfalistas y grandilocuentes referidas a su gestión abordando la cuestión específica de su cartera. Y, lo que es peor, un gobernador como Miguel Lifschitz enceguecido por su única preocupación de los últimos tiempos: conseguir la concreción de una reforma constitucional con una clausulita que lo habilite para competir por un segundo período. Poco le importa haber jurado por una Constitución que le impedía una reelección inmediata.

El filósofo existencialista francés Gabriel Marcel hablaba fenómeno de Abstracción. No como una operación lógica sino como una cuestión actitudinal de desprecio hacia el otro, reduciéndolo a una cantidad, a un número. Y eso es lo que parecen ser las víctimas para el gobierno santafesino. Nada más que eso. Aunque lo que viene sucediendo, para algunos, hubiese justificado una intervención federal.

Otro elemento a considerar en este contraste entre Argentina y Chile es que allí aprendieron a convivir izquierdistas y pinochetistas. En La Moneda pueden ocupar el mismo espacio un monumento a Salvador Allende tanto como que desfilen incesantemente los carabineros. En la Argentina, en cambio, la grieta parece no tener fin.

En Rosario no tenemos paz. En Santiago de Chile desde ya que el delito también existe, pero en proporciones infinitamente más pequeñas. Se vive diferente. Y aunque nunca faltarán algún aislado y excepcional hurto o arrebato callejeros, lo que parece más importante en este punto, tal mi experiencia, es que en líneas generales se puede caminar tranquilo por la calle, a cualquier hora del día, sin tener que pensar que en cualquier momento tu billetera, tu móvil o tu mochila te serán arrancados de tus manos. Sin motochorros, sin entraderas, sin sicarios, sin marginales psicópatas que no valoran ni sus propias vidas. Y sin fuerzas de seguridad corruptas ni gobernantes venales, o cuanto menos incapaces para la función pública. Si en la provincia de Santa Fe no cambiamos rápidamente, todo puede ir peor.

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