Por qué decidí ir a ver a Woody Allen

Por Ernesto Edwards  /  Filósofo y periodista  /  (desde New York City)  /  @FILOROCKER

¿Por qué fui a ver a Woody Allen tocar el clarinete en New York City justo en este momento?

No me atrae el jazz. Tampoco ir a escuchar a un clarinetista. Mucho menos si quienes tocan son un grupete de amigos con notorias diferencias entre ellos en cuanto a virtuosismo instrumental.

Todo sucede desde hace poco más de diez temporadas cada lunes de unos cuantos pero pocos meses del año, en el Café Carlyle del mítico Rosewood Hotel, vecino al Central Park, en New York City. Allí, Woody Allen junto a un banjo, una trompeta, un saxo, un contrabajo, un piano y una batería, a lo largo de poco más de una hora, irán recorriendo, entre repertorio e improvisaciones, algunas buenas melodías jazzeras. No importa cómo toca Woody. Es de modesto para abajo. Le pone ganas. Se nota que sabe cómo debería hacerse, pero no le sale. A nadie le importa demasiado. Él llega solito al elegante y poco espacioso saloncito del Carlyle, donde cuatro categorías de asistentes esperan para ver de cerca a una leyenda viva del cine. Entra sin saludar, nunca mira al público (siempre en personaje), salvo al final, cuando esboza una especie de sonrisa, guarda el clarinete en su maletín, y cruzando entre el gentío, se va. Los menos, dos o tres, lo acompañamos e intercambiamos breves palabras. Escucho, cerca mío: “yo miraba tus películas cuando era chico, en VHS, acompañado por mis padres…” Es mi hijo, que le sigue contando no sé qué cosas mientras el viejo maestro sonríe amablemente. Me parece un gran momento, y les saco una foto. Ahora sí Woody se despide entre la bruma de la fría noche.

Esto que cuento no es sobre una salida familiar para ver un espectáculo de entretenimiento. Un pasatiempo en la gran ciudad, la que nunca duerme. No. Fue, y hablo por mí, una meditada decisión con marcado sustento ideológico. Paso a explicarlo.

Sería innecesario aludir a Woody Allen con referencia a los Objetos Culturales. Ya es sabido que su quehacer creativo produce innegables textos de lecturas filosóficas. Sus guiones, sus películas, son desde hace más de medio siglo como libros donde pueden realizarse diversas lecturas que son claves de interpretación acerca de la existencia y el pensamiento. Allen, en particular, gran conocedor y divulgador del Psicoanálisis y de la Filosofía, ha propiciado que a través de su ácido e irónico humor, unas veces, y de sus logrados dramas, otras, podamos debatir sobre los dilemas morales que plantea. Y si la Academia Sueca fuese justa como lo fue finalmente con Bob Dylan, debería haberlo pensado alguna vez como un candidato razonable para el Nobel de Literatura. Sí, muy rupturista quizás. Pero esta reflexión no es fundamentalmente sobre la obra artística de Woody Allen, ni sobre sus merecimientos y reconocimientos. Es, sí, en ocasión de haber decidido ir a verlo justo en el momento de mayor cuestionamiento hacia su persona.

Puedo afirmar que aunque he recorrido con detalle y atención casi toda su filmografía ello no me acredita como un conocedor de Woody Allen persona. No tengo la menor idea de cómo es fuera de las luces del negocio del cine. Podría especular a la luz de su gran obra, pero no siempre las obsesiones son las mismas que en la vida real. O quizás sí. Vaya uno a saber. Lo que sí es cierto es que de todo lo que lo acusaba Mia Farrow, su exesposa, y dos de sus hijos, en cuanto al supuesto abuso de la hija de ambos cuando la misma era menor, tanto los Servicios de Bienestar Infantil de New York como el Hospital Yale New Haven de Connecticut concluyeron, independientemente, que el mentado abuso no existió nunca. Aunque tal vez alguien crea que, como en algunos de sus filmes, el azar favoreció al culpable, y el abusador quedará impune para siempre. No parece este el caso.

Dicho del modo que sea, Woody Allen no es culpable de nada de lo que fue acusado, y yo soy de los que creen que ha sido una pobre víctima de una ex despechada, resentida vaya a saber por cuáles motivos. Sin embargo, decirlo así parece ir contra toda la corriente de un aparente movimiento feminista que no es otra cosa que una versión degradada de lo que fuera en los gloriosos ‘60s, aún cuando enarbole estandartes de defensa de respetables cuestiones de género.

Vayamos por partes. Ya sabemos lo que son las “acciones positivas”. Son conductas, o más que eso, que buscan reivindicar de manera legal derechos conculcados a minorías o sectores o grupos más débiles, víctimas de persecuciones o públicas discriminaciones, que por ser diferentes en cuanto a raza, religión o elecciones sexuales han visto postergadas sus aspiraciones. Lógicamente, para remontar el peso de la historia, estas acciones positivas provocaron exageraciones de todo tipo, siempre a tono con lo “políticamente correcto” de cada momento, buscando equilibrar algo que en realidad lo que terminaba provocando era una nueva injusticia. Vayamos con un ejemplo muy simple. Más de una década atrás, en un concurso para una dirección de un colegio secundario en los Estados Unidos, frente a candidatos mucho más calificados, terminó siendo elegida una mujer. Que además era negra. Y por si hacía falta, era lesbiana. Nada más correcto que elegirla. No importaban ni los antecedentes, ni las capacidades ni las experiencias de los demás candidatEs.

La última década hemos asistido cómo se comenzó a distorsionar el idioma (esto ya lo hemos explicado) con disparates como presidentA, intendentA, concejalA y hasta jóvenAs. Cómo se agregaba al todos las todas. Peor aún cuando alguien ahora dice “todes” y a los demás les parece la reivindicación de una cuestión de género. Toleren que me ría un poco. Y bánquense algo de mi respetuoso desprecio intelectual. Si quieren ser inclusivos no es la mejor respuesta una tonta “x” entre paréntesis. Sólo la leeremos como una palabra impronunciable. Si lo que buscan es incluir traten de ser solidarios en serio, y no sólo en la payasada discursiva. Pura cháchara vacía de contenido. Peor todavía es cuando “feministas” televisivas y virtuales, ante cualquier acusación hacia cualquier representante del género masculino, te argumentan “hay que creerle porque es mujer”. Si así fuese sólo por esa razón, estaremos ante un gran disparate.

No deberíamos dejar de considerar que lo de Woody Allen, lo de no reparar en que fue encontrado inocente de todo cargo, y aún así insistir con que es un monstruo, se inscribe en este período de posverdad, de fake news y de una casi salvaje cacería de brujas. Woody Allen no es Bill Cosby, y mucho menos el escandaloso abusador y acosador de Harvey Weinstein, no sólo porque Allen es un genio del cine sino porque nadie ha podido probar aquello de lo que se le acusó. Sí, es cierto que fue un tanto extraño eso de casarse con la hija adoptiva de la Farrow. Pero ese es otro tema. Y ni siquiera es motivo como para que me haga pensar si debo diferenciar entre la persona y su obra artística, siempre en caso de alguien con una obra admirable y una vida privada cuestionable.

Y para todo aquel que crea ver algún sesgo o rasgo machista en toda esta argumentación, quizás convenga recordar que hace cuarenta años ya me conmovía el filósofo John Lennon cuando con su comprometido feminismo denunciaba en sus canciones que “La mujer es el ‘negro’ del mundo”. Porque ser feminista es correcto y es bueno, pero no de cualquier manera.

Y también que nunca sabré cómo es realmente como persona Woody Allen. Quizás un gran tipo, tal vez un hombrecito acomplejado e inseguro (como parece haber querido convencernos en sus películas), o posiblemente un incalificable mal bicho.

Y por último agregar que hemos tenido el primer año, luego de cuarenta temporadas consecutivas, en que Woody Allen no ha podido estrenar película y nosotros disfrutarla. Porque la productora dueña de los derechos del filme decidió hacerse eco de los ñoños pataleos de Mia Farrow y ser “políticamente correcta”. Por todo eso, y porque la rebeldía de los hombres libres la expresamos en el campo del pensamiento y de las acciones, fue que decidí, en el momento de su mayor cuestionamiento, ir a verlo a Woody Allen.

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