Praga, la ciudad soñada

Vaya a la capital checa con un escenario de cuentos en mente

En las imágenes que hablan de Praga, el puente Carlos parece salido de un cuento. Siempre hay bruma, lo envuelve una semioscuridad y, sobre todo, está vacío. A lo sumo aparece un transeúnte –en lo posible, con sombrero–; pero es sólo para demostrar las dimensiones de esa estructura custodiada por torres y santos.

Vaya a la capital checa con ese escenario en mente. Encontrará que lo único envolvente es la masa incesante de turistas que lo cruza a todas horas. Pero no desespere: sólo hay que fragmentar la mirada y recorrer el lugar buscando historias; como la de ese nene con gorra celeste y bermuda dos talles más grande, que se para en puntas de pie para mirar el agua.

En ese puente, el más antiguo de la ciudad, hoy se cuelan artistas callejeros (desde bandas de música hasta retratistas) y vendedores de souvenirs. Atravesándolo, sólo debe seguir a la multitud por las estrechas callecitas para desembocar en otro icono de Praga: la Plaza de la Ciudad Vieja.

Allí, los edificios compiten por llamar la atención de los embelesados viajeros: hay terminaciones curvas y filosas torres de aguja; superficies exageradamente adornadas y frentes limpios; una iglesia con oscuras torres que apuntan al cielo; y una paleta de colores pasteles que gana la mayoría de las fachadas. Verá muchas ventanas idénticas y cerradas, y con suerte, en alguna se asomará una silueta para contemplar desde lejos el ajeno movimiento de la plaza.

En una de las paredes del ayuntamiento, un reloj encierra a los mortales en el tiempo desde hace siglos a través de una danza de hombres, calaveras, símbolos del pecado y círculos astronómicos. También es muy posible que note, en esta zona, la presencia de decenas de personas ofreciendo tours, sea por sus paraguas de estridentes colores en pleno sol o porque, apenas lo escuchen hablando, le intentarán vender un paseo en su idioma. Huya de ellos.

Para eso, una excelente decisión es recorrer los callejones del barrio antiguo: a sólo unos metros de la plaza, encontrará rincones solitarios en los que podrá aprovechar para prestarle atención a ese extraño idioma que hablan los locales. En los carteles con los nombres de las calles, en las paradas de transporte público y en las denominaciones de negocios y hoteles, tildes y otros signos invaden palabras que nunca entenderá. Otro detalle para focalizar la mirada son los símbolos que aparecen encima de algunas puertas; invitaciones fastuosas a entrar o espiar: un sol, caras sin ojos, mujeres con ramos de flores, águilas con las alas abiertas, plumas y coronas.

La visita a esta versión histórica, edulcorada y melancólica de la capital checa sólo se completa con una incursión al Castillo de Praga, un conjunto de edificios al que es recomendable ir con guía y/o información previa si se quiere aprovechar el paseo. Si le interesa la historia, es “la” parada obligatoria del viaje: palacios, jardines e iglesias fueron testigos de incendios, de invasiones y de la vida de la realeza desde el siglo IX. En el mayor castillo medieval del mundo está también el Callejón del Oro, un pasaje con frentes de colores tan parejos que parece de mentira. En una de esas casas vivió Kafka, el hijo preferido de la ciudad.

Pero oiga, si no le interesa el pasado también tiene motivos para ir al castillo. Antes de llegar a las boleterías, hay explanadas que muestran un amplio y delicado perfil de Praga, entre tejados naranjas y torres infinitas. Regístrelo.

Entre cabezas giratorias y fábricas de arte

La capital checa encierra muchos universos dentro, y más allá de la Praga de los clásicos, aparece otra ciudad: la moderna, la que se expresa a través de manifiestos hechos de vidrio, metal, cemento y reflejos.

En esa ruta, un hilo invisible podría unir perfectamente a la cabeza giratoria de Kafka con la Casa Danzante. No sólo porque están cerca, sino también porque algo hay en esas formas y esos materiales que los vincula entre sí y los aleja de la arquitectura de cuento que alguna vez dio fama a la ciudad.

La cabeza es una escultura de David Cerny, un artista checo que desparramó sus insólitas obras por toda la capital (cuando mire la Torre de Televisión del barrio Zizkov, también verá a unos extraños bebés gateando que llevan su firma). Deténgase a contemplarla. Tiene once metros y está compuesta por distintas piezas de metal que permiten básicamente tres situaciones: que la cabeza permanezca quieta, que gire en un solo bloque compacto o que partes de ella se muevan con independencia. Así, la mandíbula y la frente de Franz pueden estar dando vueltas mientras su nariz queda en la misma posición; en una representación mutilada que girará para siempre entre oficinas y locales comerciales, a la vista de trabajadores y turistas.

A la Casa Danzante la localizará a orillas del río Moldava, y la reconocerá fácilmente porque marca una ruptura con el estilo de los edificios que la rodean. Se sabe: los arquitectos que la diseñaron (el célebre Frank Gehry y el local Vlado Milunic) se inspiraron en los bailarines Fred Astaire y Ginger Rogers para componer el bloque que se estrecha por la mitad y el cilindro con ventanas desalineadas que lo “sujeta”.

Pero si quiere empaparse de vanguardia, diríjase hacia el DOX, la casa del arte contemporáneo en Praga. Es una antigua fábrica reconvertida que acoge exposiciones itinerantes, donde podrá encontrar elementos tan extraordinarios como una estructura que reproduce en tiempo real el hipnótico movimiento de las olas en Hawái.

La fachada del museo está cubierta con frases de artistas. Una de ellas pertenece al escritor Ray Bradbury y le recordará algo importante: que vivir al límite consiste en saltar desde un precipicio y construir sus alas durante la caída.

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