El INDEC y los incentivos a mentir

El kirchnerismo decidió mostrar sobre fines del año pasado cierta disposición a terminar con la tortura a las estadísticas públicas y explicitó un nuevo índice de precios al consumidor. Este proceso se dio en paralelo con el lanzamiento de un ambicioso programa para “cuidar” los precios caracterizado por ser de “obligatoriedad voluntaria” a riesgo de multas diversas y escarnio público vía el aparato propagandístico oficial. De las 520 variedades que componen el nuevo índice, una proporción importante es incorporada a precios cuidados, sin embrago, y como era de esperar, el programa no está respondiendo como el oficialismo quisiera.

Así las cosas, si la inflación asume un sendero que exceda al pronosticado por las autoridades económicas al momento de diseñar el programa de precios cuidados, el oficialismo deberá decidir si resulta óptimo falsear nuevamente las cifras de inflación de acuerdo a los costos y beneficios que de ello se deriven. La existencia de esta posibilidad es consistente con el hecho de que el Indec se opone a publicar los precios individuales de los bienes que componen el nuevo IPCNu.

Un dato llamativo que se asocia con lo mencionado en el párrafo anterior es la diferencia que se percibe entre las mediciones oficiales y las privadas. La inflación oficial para febrero fue de 3,4% mensual lo cual acumula un 7,2% para el primer bimestre del año. Si bien este aparente sinceramiento multiplica por 4,4 la inflación informada por el INDEC para el primer bimestre de 2013 (1,64%), estas cifras aún se alejan de las estimadas por las consultoras privadas.

Por ejemplo, en cuanto a la inflación acumulada durante el primer bimestre, las estimaciones oficiales se ubican 2 puntos porcentuales por debajo del promedio de las estimaciones alternativas y sólo representa dos tercios de la estimación más elevada (10,6% de FIEL). Estas diferencias se observan con mayor elocuencia cuando se anualizan: la mayor observación alcanza el 83% mientras que la que se deduce de los números oficiales llega al 52% (ubicándose 18 puntos por debajo del promedio). 

Esta subestimación de la evolución de los precios puede estar respondiendo a la lógica electoral del kirchnerismo (por electoral se entiende a la adhesión o no que realizan los individuos permanentemente al llamado modelo nacional y popular). En la Argentina kirchnerista la inflación deriva de la emisión monetaria necesaria para financiar las crecientes exigencias fiscales propias de una estrategia política basada en el populismo, esto es, apuntalar permanente y excesivamente el consumo. A modo de ejemplo recuérdese que en 2009 tanto el resultado primario nacional como la emisión vía sector público fueron nulas, mientras que para 2013 el primero fue negativo en 2,5 puntos del producto y la “emisión fiscal” totalizó 3,5 puntos del PIB. Así, la lógica política se centra en sopesar los beneficios de aceitar el consumo con los costos derivados de la percepción de los agentes (votantes en sentido amplio) en relación al nivel de precios.

De esta manera, puede realizarse un ejercicio conforme el cual se derive la conducta esperada a adoptar por el oficialismo respecto a la veracidad del nuevo índice de precios. Bajo el supuesto de que no funcione la estrategia de precios cuidados (tal como ha sucedido por el lapso de, al menos, los últimos 4.000 años) y se disparen aun más los precios, las autoridades se enfrentan a dos alternativas: a) comunicar elevados índices de inflación o b) volver a falsear las estimaciones. Naturalmente, estas dos alternativas tienen diferentes impactos dependiendo de cómo sean procesadas por los agentes, es decir, están sujetas a que los agentes crean o no crean lo anunciado.

El mejor escenario para el gobierno es mentir y que los agentes le crean (caso a), esto es así porque el estado puede seguir disfrutando de los beneficios electorales de estimular el consumo y no paga ningún costo en términos de la percepción que los agentes tienen de la inflación. En el otro extremo, si el gobierno sincera la inflación pero los agentes no le creen seguirá haciendo uso de la rentabilidad electoral del gasto público pero pagará un sobre costo en términos de percepción inflacionaria, lo cual constituye el peor escenario para el oficialismo (caso d). En cuanto a los escenarios intermedios (b y c), si bien no es posible determinar cuál beneficia más al gobierno, puede establecerse que ambos casos se ubicarán entre el rango que va desde a hasta d, es decir, serán más beneficiosos que d pero menos que a.

Ahora bien, de acuerdo a ese ordenamiento de resultados puede derivarse la estrategia óptima del oficialismo en cuanto a la veracidad del índice de inflación a ser informado. Supóngase que los agentes le creen al gobierno, entonces la estrategia óptima de las autoridades es falsear el índice inflacionario dado que no sufre costos (a es mayor que b). Alternativamente, si el gobierno asume que los agentes no le creen, entonces no encontrará óptimo decir la verdad dado que presumiblemente pagaría costos adicionales (esto es, c es al menos tan buena como d). Así, la estrategia que domina el comportamiento del oficialismo es mentir sobre el índice de precios (lo cual es consistente con su reputación).

Sin embargo, cabe mencionar que la evolución del sector externo (necesidad de fondos del exterior) también impactará sobre la decisión de las autoridades: a mayor requerimiento de financiamiento, mayor la necesidad de contar con cuentas nacionales confiables y, consecuentemente, más costoso resulta falsear las estadísticas públicas. No obstante lo anterior, como la lógica política tiene un marco intertemporal sensiblemente menor que la actividad económica, el gobierno presumiblemente buscará maximizar los resultados en el corto plazo (la decisión de mentir solo es “beneficiosa” evaluada en un breve lapso temporal) dejando de lado estrategias que incorporen condiciones propicias para el desarrollo. De esta manera, todo parece indicar que, de existir la necesidad política, las autoridades no dudarán en repetir las prácticas que llevaron adelante durante 7 años en materia de información pública y de las cuales nunca asumieron públicamente la responsabilidad. 

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