¿Es ésta la mejor escuela para mi hijo?

La educación formal es obligatoria, pero elegir la escuela es opción de los padres.

Por Alicia Pintus – Filósofa y Educadora / @AliciaPintus                            08/01/2024

Niños, niñas y adolescentes deben transitar su paso por las instituciones educativas de cada nivel hasta completar los años de educación obligatoria que están establecidos conforme a la estructura del sistema educativo. Es prerrogativa de los padres, o de quienes ocupen ese rol en cada familia, el elegir la escuela de sus hijos.

¿En qué lugar en nuestra jerarquía axiológica se encuentra la elección de la escuela para nuestros hijos?

De la respuesta a esta pregunta dependerá el examen exhaustivo y minucioso de los criterios que orienten nuestra decisión, suponiendo que no hemos aceptado que, según el caso, sea la escuela que le corresponde por radio geográfico. En mi experiencia como directora de escuela secundaria he observado en muchas ocasiones que las familias tenían más claridad para elegir la marca de las zapatillas para sus hijos que respecto de las expectativas para con las instituciones educativas en las que se proponían inscribirlos. Está muy bien cuidar la salud del cuerpo con buen calzado para la actividad que sea, pero el mismo criterio de cuidado debería seguirse para una dimensión más integral como la educación.

La elección de la escuela es de aquellos temas en que los acuerdos de pareja deben ser explícitos. Cada persona llega a una relación con un conjunto de creencias sobre el mundo y la vida que fueron forjándose en una interacción singular entre las experiencias individuales mixturadas con las matrices de crianza que lo modelaron en su contexto familiar de origen. Esas concepciones funcionan como supuestos subyacentes desde los que se construyen los criterios para tomar decisiones, pero no siempre están conscientemente sistematizadas. Así que la pregunta inicial gira en torno a qué tipo de educación quiere cada uno para los hijos, y de allí, según sean los enfoques, la indispensable negociación de consensos.

¿Cómo hacer explícito ese bagaje impreciso de creencias sobre educación arraigadas como mandatos axiomáticos invisibles?

En la historia personal se albergan incontables anécdotas que dan cuenta de cómo fueron distintos momentos de la crianza de cada uno. Allí están enmascaradas esas pautas que guiaron las acciones de padres y madres bajo una preferencia que los inclinó a elegirlas dando por obvio que eran las mejores opciones acerca de la formación de los hijos. ¿De qué modo se enseñaron los hábitos básicos de higiene y cuidado? ¿Cómo se establecieron límites? ¿Cuáles han sido los grados de libertad y cómo se han secuenciado? ¿Qué se ha permitido y qué se ha prohibido? ¿Qué valores se han inculcado como fundamentales?

En un repaso de cada biografía pueden aparecer diferencias significativas respecto de cuestiones más cotidianas, por ejemplo: por un lado, alguien dice que en su casa nunca se preguntaba a los chicos qué querían comer, sino que, al sentarse a la mesa, se comía lo que se había cocinado; mientras que otro expresa que siempre se consultaba lo que quería comer cada integrante sin importar la edad. Hay quienes cuentan que recibían regalos o premios cuando hacían las cosas bien, al modo de reforzamientos positivos; y quienes aseguran que cuando interpelaban que otros tenían estos beneficios, se les indicaba que no se podía premiar algo que era obligatorio hacer, como ser buenos estudiantes o comportarse adecuadamente. Y así, podemos encontrar muchísimos de estos detalles que han quedado profundamente grabados en la memoria, y que han despertado posteriores adhesiones o rechazos. Todo esto forma parte de las reproducciones que se ponen en marcha cuando pasamos de ser hijos a ser padres y la mayoría de las veces sin que medie una reflexión crítica sobre la educación y la crianza.

Los ejemplos pueden parecer triviales, pero están reflejando estilos de vida familiar más o menos democráticos, concepciones acerca de la construcción del desarrollo del juicio moral, que luego puede que se trasladen a otras decisiones sobre situaciones más esenciales.

La pregunta acerca de qué educación queremos para nuestros hijos precede al interrogarnos acerca de qué escuela vamos a elegir.

Una escuela que no coincida con la concepción familiar provocará en el corto o largo plazo rupturas de sentido que afectarán al sujeto, según la profundidad de las controversias que se generen. Por ejemplo: si entre los progenitores no hay acuerdos sobre una educación religiosa o directamente existe una oposición a cualquier credo, no sería conveniente que se inscribiera al niño en una escuela confesional. Antes o después la misión de formación espiritual de la escuela religiosa irrumpirá en los dominios de la esfera de la vida privada de la familia y generará un conflicto de muy difícil resolución.

¿Escuela de gestión estatal o escuela de gestión privada?

Una de las primeras bifurcaciones en este árbol de decisiones es si simplemente inscribirlo en la escuela de gestión estatal que corresponde por el radio geográfico o buscar una de gestión privada. Prejuicios se dan por ambos tipos de gestión y, en tanto prejuicios, no suelen tener un fundamento real, sino que provienen de una recolección asistemática de sentires y versiones sesgadas, parciales y arbitrarias.

En algunas épocas los padres trasladaban a los hijos desde las escuelas de gestión estatal a las de gestión privada porque buscaban una continuidad del servicio educativo que las escuelas denominadas “públicas” no garantizaban. En otras temporadas, la migración ha sido inversa, porque el sostenimiento económico de la escuela de gestión privada se les hacía muy costoso. La decisión debería estar centrada en un análisis del proyecto educativo, del ideario de la institución y de su complementariedad con la educación familiar. Si en la familia uno de los valores esenciales es el de la libertad no debería elegirse una escuela en la que primen las reglas rígidas con un fuerte espíritu restrictivo que no estimule una autonomía progresiva del estudiante.

¿Hay buenas y malas escuelas?

Una institución puede hacer un buen marketing educativo con slogans vinculados con la calidad y la excelencia y que sólo se trate de palabras vacías sin referente. A veces se ofrecen múltiples actividades extraprogramáticas como si la mera cantidad fuera un elemento que da prestigio. Pero la calidad educativa es un concepto mucho más complejo que un menú a la carta de cursos y talleres en turno contrario. Pensemos que hasta 1998, en que el Parlamento Británico prohibió los castigos físicos en todas las escuelas del país, los colegios privados los publicitaban como una ventaja competitiva frente a sus pares estatales que ya no los podían aplicar desde 1986.

Hoy resulta bastante fácil buscar opiniones sobre cualquier cosa en Internet. También hay opiniones sobre las instituciones educativas, rankings informales, comentarios. Pero al igual que con cualquier sistema de reputación donde los usuarios son los que le dan un valor al bien o al servicio utilizado, puede que los criterios de valoración no coincidan con los propios.

Debe analizarse qué es una buena escuela para cada familia. Si bien se pueden atender a ciertos indicadores de opiniones de quienes asisten a la misma, en especial a los que marcan aspectos con los que se está en desacuerdo, no hay escuelas buenas o malas per se, en forma absoluta y abstracta. Hay posicionamientos respecto de pruebas estandarizadas nacionales e internacionales, pero eso no implica necesariamente que sea la mejor escuela para nuestro hijo. Una institución puede parecer de excelencia y esconder una concepción de calidad educativa basada en dinámicas expulsivas que dejan afuera a quienes no logran alcanzar los parámetros mínimos, en vez de acompañarlos en el proceso de desarrollar el potencial de cada estudiante.

La buena o la mejor escuela para el hijo es aquella en la que ese sujeto siente pertenencia y confianza. Es aquella en la que se promueve el desenvolviendo integral de sus capacidades y habilidades sin techos de cristal, sin limitaciones segregacionistas que creen rótulos negativos, perjudiciales y perdurables. El aprendizaje implica esfuerzo, pero no debe ser sinónimo de sufrimiento. Es importante lo que la escuela le brinde, pero mucho más lo que no le quite. La educación debe dejar huellas, no cicatrices.

Algunas recomendaciones prácticas para el proceso de elegir:

  • Deliberar al interior de la familia acerca del tipo de educación que se desea para los hijos, explicitando todos los criterios y examinando todas las dimensiones, inclusive las que hacen al sostenimiento económico o la distancia geográfica.
  • Frente a las opciones, visitar las instituciones educativas preseleccionadas, y observar las primeras impresiones subjetivas que producen. Es importante tener registro de lo que se percibe espontáneamente cuando se traspasa el umbral del edificio escolar. Todo ese clima institucional es un emergente que puede leerse acerca de cómo funcionan las cosas en lo que no se ve aún, como la enseñanza en las aulas.
  • En la entrevista, hacer todas las preguntas que vayan surgiendo, sin temores ni inhibiciones. No es una decisión sobre algo superficial y efímero. El hijo estará allá sin la compañía de la familia durante muchas horas al día por todo lo que dura un curso lectivo. Si en ese primer encuentro, desde la escuela no responden con buena disposición ¿de qué modo lo harán cuando se den potenciales situaciones de conflicto?
  • Llevar al hijo a que conozca la escuela, aunque sea pequeño. Por supuesto que los padres tienen la potestad de decidir sin consultarlo, si bien los criterios de la responsabilidad parental han cambiado respecto de la antigua patria potestad, y pueden argumentar que siendo los adultos saben más que un niño, pero es importante involucrarlo activamente en su proceso de aprendizaje formal y tener la chance de advertir si detectan señales de afinidad espontánea o lo contrario. Esto se incrementa si la elección corresponde a la escuela secundaria, porque se trata de adolescentes y seguramente reclamarán su derecho a opinar.

María Montessori decía que educar a un hijo es enseñarle a valerse sin nosotros. Elegir la escuela que complemente la educación familiar es uno de los desafíos más significativos que se enfrenta en la experiencia de crianza, por tanto, requiere de una evaluación reflexiva y meticulosa.

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