A pasto o feedlot

Las carnes de feedlot comienzan a ser desplazadas en la preferencia de los chefs y comensales sibaritas

Las vacas comen pasto. Al menos eso aseguran los manuales escolares. Pero, en la práctica, la mayoría del ganado argentino no se cría a campo abierto sino de forma intensiva en corrales bajo un sistema que se conoce como feedlot, alimentándose a base de cereales, suplementos proteicos y vitamínicos. Esas diferencias de producción se pueden advertir a simple vista en cualquier mostrador. La carne de feedlot entra por los ojos, ya que es más clara –casi rosada– y su grasa es blanquecina, mientras que la de pastura es roja oscura, luce menos brillante y la grasa -que posee en menor proporción- es amarillenta. En el paladar, la primera es tierna pero mezquina en sabor, en tanto que la segunda es tan fibrosa como sabrosa. “La de pastura tiene más gusto, pero probablemente un joven de un centro urbano prefiera una carne de feedlot ya que su paladar se hizo en base a ese sabor”, señala Andrea Pasinato, integrante del Programa Nacional de Producción Animal del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria.

Había una vez una vaca

Con grandes llanuras de pastoreo, la Argentina recién incorporó la práctica del feedlota comienzos de la década del ‘90. Las razones que motivaron su irrupción fueron económicas. Básicamente, la ganadería perdió terreno frente al avance de la agricultura y sus controvertidos –y ubicuos– cultivos de soja, por lo que quedaron menos campos disponibles para el pastoreo. Fue la respuesta para incrementar la producción: para llegar a un animal de 300 kilos, por ejemplo, se requieren entre 12 y 18 meses, contra el mínimo de dos años que demora el formato a la vieja usanza.Sin embargo, este método sigue vigente. Según apunta Pasinato, “la ganadería sobre pasturas se encuentra en casi todo el país. Hay zonas con pastizales naturales, especialmente en el NEA, el NOA y la Patagonia, y otras con implantados”.

El pasto natural es el autóctono de la zona y se da especialmente en terrenos dificultosos, como los montes. Pero, cuando es posible, los ganaderos prefieren implantar, ya que siembran mayor cantidad de pasto y de mejor calidad, lo que les permite tener más animales por hectárea. Se asegura que ese mayor rendimiento no tiene impactos negativos en el medio ambiente ni en la calidad de la carne, por eso no hay distinción entre las dos metodologías.

Una creencia extendida apunta que la carne de pastura se exporta y que para el consumo interno sólo quedan los animales de feedlot pero, según Pasinato, “el saldo exportable en el país es muy bajo porque se consume casi todo lo que se produce”. Las razones de la baja productividad son dos: pocos animales y faenas a bajo peso. “Supongamos que hay 40 millones de vacas: sólo el 60 % produce un ternero por año, y encima la cantidad de carne que provee cada animal es baja porque se faena alrededor de los 300 kilos, cuando en países como los Estados Unidos se espera que ascienda a los 500 kilos”. Se justifica en que los ganaderos prefieren faenar a menor peso para venderlo en menos tiempo y contar con flujo de caja, y también en que los consumidores se inclinan por vacas pequeñas porque creen que su carne es más tierna.

¿Y qué comen las vacas en el corral? Cereales, fibras –heno–, suplementos vitamínicos y concentrados proteicos, como la harina de pluma, que se obtiene de las aves. También reciben antibióticos. En cuanto a las hormonas, Pasinato advierte que “están prohibidas por el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa). En los Estados Unidos, en cambio, les pueden dar implantes”.

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