Kirchnerismo, mentira y posverdad

Por Ernesto G. Edwards

Filósofo y periodista

@FILOROCKER

En su discurso ante la Asamblea Legislativa, en el inicio del período ordinario 2017, el presidente Mauricio Macri afirmó que “necesitamos menos relato y más verdad”, apuntando directamente a lo que fuese característica central del discurso kirchnerista a lo largo de más de una década en la Argentina.

Está claro que la actividad política, para lograr concreciones, depende de una base de sustentación que le posibilite una praxis concreta. Para ello requiere acceder al poder, y en democracia ello implica ser votado y elegido. Y para ganar una elección es indispensable seducir y convencer. No alcanza únicamente con exponer un ideario y un proyecto para ser atractivo. Se necesita apelar no sólo a la razón, sino también (fundamentalmente, quizás) a las emociones de los votantes. Y colocando todo en los bordes de la moralidad. Porque lo que se juega es la verdad en confrontación con la mentira y el engaño, a veces con forma de falacias u omisiones. Cuyo contexto discursivo desatará dilemas morales relacionados con la toma de decisión acerca de si está bien mentir o no. Cualquiera supondría que esta elección no debería plantear dudas, pero…

Se sabe que la búsqueda filosófica primordial apunta a la verdad. Proviniese de la tradición judaica, griega o cristiana. Para el hebreo, lo verdadero pasaba por la fidelidad de quien cumplirá su promesa. En cambio, para el griego la verdad es descubrir lo que la cosa es, oculto bajo el velo de la apariencia. En el Medioevo Santo Tomás definía la verdad como “La adecuación entre el intelecto y la cosa”. Contemporáneo, Martin Heidegger retornará a presentarla como desocultamiento, como descubrimiento. Y que sólo puede darse en el fenómeno existencial de “ser en el mundo”.

Aunque Anatole France, celebrando excesivamente sin saberlo a la clase política, dijera: “Sin mentiras la humanidad moriría de desesperación y aburrimiento”, acerca de lo inaccesible, inefable y misterioso de la vida, Ludwig Wittgenstein prescribía en su célebre parágrafo 7: “De lo que no se puede hablar es preferible callar”, quizás porque se corre el riesgo de distorsionar la realidad. Y de mentir. “Fuera de la verdad no hay nada interesante” afirmaba Etienne Gilson. Porque la mentira no aporta conocimiento. Según Fernando Savater: “entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. Y en ese punto, la prioridad puede ser saber la Verdad”.

La literatura aportó lo suyo. Shakespeare afirmaba, y refrendaba Campoamor, “En este mundo traidor nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”, con la subjetividad tiñendo cualquier pretendida verdad absoluta. Y tenían razón.

Todo lo expuesto nos lleva a reflexionar sobre un concepto muy difundido en los últimos años, cuya interpretación y aplicación parece circunscribirse excluyentemente al universo político. El término posverdad describe la situación en la cual, formando opinión pública, lo fáctico pesa menos que las emociones y las creencias que despierta. Y ello se hace apelando a la irracionalidad, y reiterando insistentemente afirmaciones sobre cuestiones de debate, las que se desmarcan de los hechos concretos y objetivos. Si este aparentar, y sus repeticiones, son lo suficientemente convincentes, la cuestión de la verdad es descartable. Este propagandismo político no sería novedoso ni original de nuestros días. Ha estado siempre presente desde que Aristóteles nos caracterizara como “animales políticos”. Sólo que ahora, y de la mano de los populismos contemporáneos, ha ganado en visibilidad. Pero ya la impulsaban Voltaire y también Goebbels, quien como ministro de propaganda de Hitler parafraseaba al primero con eso de “Miente, miente, que algo quedará”. Fascismos, totalitarismos, autoritarismos y demás, dándose la mano en la contemporaneidad.

En nuestro país, la posverdad se instaló férreamente con el kirchnerismo, construyendo un relato que generaba adeptos (muchos fanatizados) que contribuyeron a sostenerlos en el poder y en el tiempo. Muchas veces abusando exageradamente de las “cadenas nacionales”, que como tales, son de exhibición obligatoria para los medios de comunicación legalmente regulados. Asimismo convenciendo a sus acríticos seguidores de que existía un eje mediático del mal (apuntando preferentemente a Clarín y TN) empeñado en denostar al gobierno “nacional y popular”, que a poco de su final quedó expuesto como el más corrupto de la historia argentina, a la luz de todos sus imputados, procesados y condenados, todos primeras figuras de un establishment insanablemente desprestigiado.

La posverdad conlleva la necesaria elaboración y consolidación de un relato. Huelgan los ejemplos de posverdad por parte del kirchnerismo. Uno de los más notorios fue emparentar a Néstor Kirchner y Cristina Fernández como una especie de campeones de los Derechos Humanos, un tema muy sensible en nuestro país, cuando en realidad nunca antes dicha cuestión les había movido un pelo, especialmente en su período santacruceño durante el Proceso militar. Ni hablar de la indiferencia o resignación que buscaban instalar en la opinión pública (consiguiéndolo parcialmente) acerca de una desmesurada fortuna familiar, sólo justificada por la expresidente con el poco probable supuesto de haber sido una “abogada exitosa”. Y aún se recuerdan disparates y delirios tales como que en el país no había inflación y que la inseguridad era una sensación.

Recordemos que la posverdad depende en buena medida de la persistencia de sus operadores en la reiteración de sus afirmaciones, por más absurdas que parezcan y aunque sean rebatidas públicamente por expertos inobjetables. Mucho mejor si a ello se le agrega paranoia y conspiracionismo. Es decir, tal como les recomendaba Ernesto Laclau, se requieren enemigos identificables. Tampoco faltan las falacias ad hominem. También fue lógico que aquellos medios identificados con el oficialismo de entonces crecieran en desprestigio y pérdida de credibilidad. Y por si algo faltaba, la creación de un microclima en redes sociales, con operadores full time, se hizo imprescindible. Desde blogueros “K” hasta perfiles falsos en Twitter fueron la constante de ese período. Lo mismo algunos funcionarios que por su habilidad para las declaraciones periodísticas se convirtieron en personajes casi populares, que fueron utilizados hasta la saturación, acuñando incluso efectistas eslóganes.

A nivel internacional mucho se insiste con que es Donald Trump quien con su campaña presidencial alcanzó el máximo desarrollo en la utilización de la técnica de la posverdad. Sin embargo, el kirchnerismo la perfeccionó durante años, a través de las reglas para la manipulación de la información, que tan bien analizara casi medio siglo atrás Umberto Eco.

Queda claro que los argentinos, además de una altísima inflación, nos destacamos en el mundo por ser casi pioneros en esto de la posverdad y sus consecuencias.

El Premio Nobel Bob Dylan, dejó su definición: “La verdad es una flecha, y es angosto el pasillo que atraviesa”. Y los políticos, sobre todo en año electoral, no parecen muy dispuestos a dejarla aparecer.

 

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