El sentido de la vida (y de la muerte)

Por Ernesto Edwards
Filósofo y periodista
@FILOROCKER

La Filosofía, desde orígenes diversos, se ha caracterizado por el abordaje de estas cuestiones fundamentales de la humanidad. Los políticos, muchas veces, conspiran contra esta búsqueda.

 

Se cree, en ocasiones erróneamente, que los filósofos estamos más preparados que el resto de los mortales para abordar conceptualmente el tema. Muy temprano aprendemos que la Filosofía, desde su origen, trata del sentido de la vida. Y por ende, del misterio de la muerte. Numerosas serán las interpretaciones y aproximaciones a dicha problemática, compleja, profunda y siempre inquietante. Desde este lugar del pensamiento, dicha noción se traduce en una serie de interrogantes, de los cuales importa más el preguntarse que el responderse.

Preocupación desde la antigüedad hasta nuestros contemporáneos. Platón, el primer filósofo occidental que dejó para la posteridad su pensamiento por escrito, estaba convencido de que la filosofía era una meditación sobre la muerte, y por ello le hizo decir tantas cosas sobre la misma a su maestro Sócrates, en recordados diálogos como el Fedón. Ya promediando el siglo XX, Jorge Luis Borges y Martin Heidegger coincidieron sobre la cuestión. El primero, afirmando que la muerte es el límite que la da sentido a la vida, haciendo preciosos cada uno de los instantes que vivimos, resignificando misterios: “La muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor”. Y Heidegger reclamando superar la existencia inauténtica que lleva a angustiarse por estar “arrojados al mundo” y a negar la finitud, y prepararse para aceptarla como una parte más de la vida, en ese “ser para la muerte” que postulaba.

El mítico antropólogo y chamán Carlos Castaneda recomendaba, entre sus recordados textos inspirados en el brujo yaqui Don Juan, que a la muerte habría que tomarla como consejera. Al mismo tema apuntó Viktor Frankl, con “El hombre en busca de sentido” (un título más que revelador), tras su experiencia límite como sobreviviente en los campos de concentración, luego del exterminio de toda su familia.

Irvin Yalom, en “Mirar al sol” (texto al que subtitula “La superación del miedo a la muerte”), despliega toda su experiencia para tratar de sobreponerse a estos temores, que vincula con la depresión, el estrés y la violencia. Mario Benedetti, desde la poesía, decía con acierto que “Después de todo la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”. Con apariencia humorística, los celebrados Monty Python filmaron “El sentido de la vida”, dando sus propias respuestas, pero con la seriedad que requiere tal cuestión.

Religiones aparte, nunca conocimos a nadie que sea o haya sido inmortal. Es decir, la muerte es un paso inevitable, inexorable. Más tarde o más temprano. Pero nos tocará a todos. Y que dicho epílogo sea muchas veces de fecha incierta lo convierte, como en la concepción borgeana, en una incógnita que hace más valioso cada momento de nuestra existencia.

Pero… ¿de qué se trata vivir? ¿En qué consiste morir? ¿Por qué nos inquieta la cuestión de la finitud? De la experiencia más auténticamente humana del filosofar, Karl Jaspers afirmaba que en nuestra entrega al conocimiento del mundo y las dudas que nos provoca, nos olvidamos de nosotros mismos, hasta que nos damos cuenta de nuestra situación, en la que estamos siempre, y que son cambiantes, se suceden, y no cesan, y que podemos modificar -algunas-, pero otras, las esencialmente permanentes, son inevitables: padecer, luchar, morir, sentir angustia y culpa; hundiéndonos en un estado crítico ante su conciencia. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos “situaciones límites”, porque son de las que no podemos salir, ni alterar o sortear. Y son el origen más profundo y significativo de la Filosofía: las situaciones que naturalmente desdeñamos, o negamos en actos, pensamientos y palabras, como si creyésemos que no nos vamos a morir nunca, hasta el inevitable y definitivo darse cuenta. Ahí nos salvará creer en la inmortalidad del alma, o aguardaremos esperanzados otra encarnación, o nos resignaremos al regreso a la nada, o nos conformaremos con vivir como mejor se pueda el período de existencia que nos tocó, o nadie nos rescatará de la desesperación. Y es en la conciencia de los extremos de nuestra mismidad que nos transformamos y llegamos a ser nosotros mismos, y en la experiencia de estar vivos seremos felices, o más prudentes, o conformistas o rebeldes, amparados u olvidados por el dios de nuestra religión, o sentiremos el fracaso de aceptar pasivamente lo indescifrable, o llevaremos adelante, lo más dignamente posible, nuestro proyecto de vida.

El mundo del rock, ámbito propicio para destacados pensadores populares, ha mostrado numerosas aproximaciones a este tópico. En lo conceptual, desde Pete Townshend desafiando con eso de “Mejor morir joven antes que llegar a viejo” hasta Kurt Cobain con su frase de despedida: “mejor estallar antes que desvanecerse”. Y en las experiencias de vida, con diversos protagonistas de este universo aproximándose al abismo de los excesos autodestructivos y de los riesgos extremos.

En este particular contexto cultural aparece lo que llamo “La edad fatídica del rock”, consistente en aquella curiosa coincidencia de que destacadas figuras desaparecieron tempranamente a la misma edad de 27 años, que parece de quiebre y crisis existencial, como Brian Jones (Rolling Stones), Jimi Hendrix, Jim Morrison (The Doors), Janis Joplin, Richey Edwards (Manic Street Preachers), Kurt Cobain (Nirvana), y la cantante de jazz y R&B Amy Winehouse, entre otros, lo que exhibe una actitud de despreocupación por las consecuencias de los actos. En nuestro país las edades difieren, pero el listado también es significativo: Federico Moura, Miguel Abuelo, Luca Prodan, Pappo, Alejandro Sokol, Gustavo Cerati, y varios más.

El tratamiento de este existenciario clave también es recurrente para los rockers, con numerosas canciones que así lo demuestran. Por citar unas pocas: “Imágenes paganas”, con un Federico Moura aproximándose a un final sabido, y su boca queriendo pronunciar el silencio. Hasta ese inspirado compendio de madurez adolecente que fue “Canción para mi muerte”, con un Charly García en tiempos de Sui Generis: “Es larga la carretera cuando uno mira atrás. Vas cruzando las fronteras sin darte cuenta quizás. Tómate del pasamanos porque antes de llegar se aferraron mil ancianos, pero se fueron igual… Te suplico que me avises si me vienes a buscar, no es porque te tenga miedo, sólo me quiero arreglar. Te encontraré una mañana dentro de mi habitación, y prepararás la cama para dos”.

Del modo que sea, se trata de desentrañar cuál es el sentido de la vida, sabiendo que la muerte acecha. Y de saber que cada día, a la par de ir viviendo también nos vamos muriendo un poco.

Y pensar que para llegar a la oportunidad de acceder a ese punto de tener conciencia de nuestra indagación existencial, y encontrar respuestas, o por lo menos formular exitosamente nuestras propias preguntas, haciéndolo con dignidad y la mayor independencia, debemos confiar en la inspiración e intenciones de los políticos de turno, sea gestionando gobiernos o legislando de tal modo que se nos aseguren derechos fundamentales. Ellos son los responsables de que tengamos a nuestra disposición las condiciones básicas para intentarlo. A la luz de lo que siempre exhiben y demuestran, depositar expectativas en ellos sería una imprudencia. Creerles, una ingenuidad.

Por Ernesto Edwards

Filósofo y periodista

@FILOROCKER

 

 

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